FRANCISCO CHIQUETE
Antonio López Sáenz volvió a Mazatlán en el filo de los años setenta y ochenta. Ya tenía un reconocimiento internacional administrado desde la capital del país, pero lo jalaban estos atardeceres, las calles estrechas del centro histórico que él capturó en su memora colorida y vívida.
Aquí terminó su transitar por esta tierra. Bien consciente de sus decisiones y sus acciones, disfrutó hasta su último amanecer, uno radiante de esos que expresó en sus pinturas y conservó en el corazón desde su domicilio eterno de la calle Libertad.
Un mediodía de los años noventa el arquitecto Sergio Pruneda me pidió acompañarlo. Tenía cita con López Sáenz, quien con toda tranquilidad, bajo la brisa de su icónico abanico de metal, nos platicó la historia de sus afanes y sus búsquedas, desde aquellos días infantiles en que acompañaba a su papá a los muelles para checar lo que cargaban y descargaban los grandes buques de banderas extranjeras, trabajo que luego asumiría en su adolescencia.
Pero no podía ser. Detrás de las tablas descriptivas de pacas de algodón, latas de aceite vegetal, cables de acero que salían o llegaban, las hojas de papel eran lienzos con apuntes sobre la proa o la popa del buque descargado, o de los esforzados alijadores y estibadores que le metían el lomo a redes en que descendían toneladas de algún material delicado.
Sus padres entendieron y lo mandaron a la Ciudad de México a estudiar en la Academia de San Carlos. Sus ojos ávidos recorren los murales de los grandes edificios simbólicos de la ciudad, las pinacotecas, todo lo que en Mazatlán conoció a través de libros, revistas, o golpes de imaginación. Nos muestra una de sus pinturas juveniles en que retrata a una niña indígena con sus vestimentas típicas. El detalle es tan obvio, que hasta un lerdo lo nota: tenias la influencia de Diego Rivera, Toño -¿y quien no, Pancho? Si hasta íbamos todos al mismo mercado a comprar los mismos overoles…
A distancia logra que la Universidad lo incluya primero en una exposición colectiva y luego de organiza una personal, pero algo ocurre dentro de él, algo lo cimbra y lo lleva a la introspección. Lo resuelve con la religión, que a su vez se enfrenta a la experiencia froidiana. Su naturaleza porteña le abre las puertas de salida y de regreso.
Venir a la paz y tranquilidad de su ciudad es romántico, alentador, pero en la Ciudad de México están las grandes galerías de arte, los círculos de pintores, de literatos, de pensadores que retroalimentan y está la gran galerista Esthela Saphiro, quien descubrió su valor y lo proyectó a niveles internacionales, con coleccionistas de Bélgica, de París, en cuyas paredes cuelgan las memorias compartidas con todos los mazatlecos.
Aquí no parece tener eco. Sólo el periodista Juan Lizárraga insiste desde las páginas de Noroeste en que es necesario revalorar al pintor retornado, quien además de topa con un absurdo: los seudoconocedores dicen que su trabajo se parece al de Botero.
Es un momento oscuro no sólo para Toño, sino para la cultura y el conocimiento de todo Sinaloa. Ese momento termina y la sociedad retoma su ritmo. El gobierno de Francisco Labastida Ochoa trae aires distintos. El DIfocur de ese periodo lanza festivales culturales, ediciones importantes, incluyendo una o dos sobre la vida y obra de López Sáenz, exposiciones monumentales cuyos carteles terminan por cotizarse casi como cuadros originales. Se crea incluso el Colegio de Sinaloa, en que queda integrada una impresionante nómina de pensadores y creadores de gran talla que dan lustre a nuestro estado, y ahí está Antonio López Sáenz junto a luminarias como Diego Valadés, Jesús Kumate Rodríguez, Jaime Martuscelli, José Ángel Pescador, Antonio Haas, José Ángel Espinoza -Ferrusquilla-, don Raúl Cervantes Ahumada, Jaime Labastida, Hugo Aréchiga, José Luis Ceceña Gámez y José Gaxiola López.
Antes de este periodo de luminosidad en la divulgación regional de su trabajo, López Sáenz había mantenido su impacto nacional e internacional. Incluso algunos políticos como Heriberto Galindo Quiñones, quien siempre le fue muy cercano, Juan Sigfrido Millán Lizárraga y Jesús Aguilar Padilla le compraban obra, los recomendaban entre sus conocidos y lo proponían cuando había que mandar algo representativo de nuestra cultura.
Entre sus proyectos modernizadores y de animación cultural en el carnaval mazatleco, Raúl Rico González instituyó el Premio de Pintura Antonio López Sáenz, que sigue vigente a pesar de los vaivenes de la fiesta y de sus instituciones organizadoras. Tan vital, que ha sido centro de encendidas polémicas, como la que generó un premio otorgado a un cuadro llamado “perras cogidas”. No era una ironía ni una insinuación, sino la ilustración pura y llana de parejas caninas mostradas con las colas “pegadas”. Aunque las buenas conciencias se asustaron, a Toño no le generó el menor problema. En cambio rompió contra un jurado integrado nada menos que por Raquel Tibol y José Luis Cuevas que por audacia, supongo, otorgaron un segundo lugar a la obra llamada “Malverde”, que más bien le pareció apología al narco.
Ya encumbrado en los sitiales de la pintura nacional, seguía siendo el Toño López Sáenz de siempre, el que estudió en la Prepa Mazatlán, el que creció entre los barcos del muelle, conviviendo con cargadores y pescadores. Por eso le dolió tanto la tragedia del huracán Ismael, que sorprendió a la flota camaronera en plenas faenas de arranque de temporada y hundió a decenas de naves. Alrededor de sesenta personas murieron, hubo desaparecidos cuyos cuerpos nunca se recuperaron.
Conmovido, López Sáenz promovió un trabajo de captura de la memoria y junto con el escritor David Martín del Campo consiguió dar cuerpo a una magnífica crónica de la desgracia, un texto espléndido que él ilustró con la sencillez y el sentimiento que sólo logra un artista plenamente involucrado. El libro, con formato de cuaderno, se llama Ismael.
Su obra en general es gozosa, aún en el filo de la tragedia. Abordó nuestro máximo mito colectivo, la visita de Ángela Peralta, reviviendo el momento feliz en que jóvenes de alta sociedad desenganchan los caballos y jalan gustosos la carreta en que viaja “la eximia diva”, sin saber que ella y su compañía teatral traen incubada a la fiebre amarilla, que tantas vidas segó en la ciudad.
Por muchos años los vecinos del centro histórico y los del casco urbano lo vieron ir y venir a bordo de su bicicleta, con la bolsa de ixtle colgando de un manubrio para garantizar la estabilidad de sus compras en el mercado Pino Suárez, o cuando iba por sus ballenas al Súper Alemán frente a El Sol del Pacífico, donde invariablemente lo cazaba Miguel Ángel Román, el espléndido fotógrafo que frecuentemente le regalaba dossiers completos de esa imagen señera, lo mismo en los paseos diarios que en los eventos en que participaba.
Un día Miguel fue citado a la casa de su amigo sin que mediara asunto de trabajo. Para su sorpresa, Toño le tenía ahí el regalo que más podía apreciar: una pintura donde aparecen con su esposa y sus dos hijos mayores. Desde hacía tiempo Toño no pintaba ya retratos por encargo, aunque cada cuadro se cotizaba casi tanto como un coche. Ese era por pura voluntad, un gesto de nobleza absoluto.
Lo vimos feliz aquella mañana en que el Consejo de la Universidad Autónoma de Sinaloa sesionó en Mazatlán para otorgarle el doctorado Honoris Causa. Al final revivimos temas y recuerdos de amigos como el arquitecto Pruneda y como Ferrusquilla y sus inacabables imitaciones de la voz de Toño en lo que parecía una invitación a comer, pero no o era. -En algo tenía que entretenerse el Ferrus, concluyó risueño.
Esta tarde de martes contradijo al dicho y se embarcó para siempre. Acabó su vida fascinante de creatividad, de búsqueda y de entrega. Nos deja esa memoria espléndida en colores, en temas como el puerto, el beisbol (cómo no recordar aquella serie del caribe ilustrada con sus pinturas y el carnaval animado por sus monos gigantescos), su visión de la banda sinaloense y de los oficios de la gente de a pie estampados en las mejores formas de nuestra expresión artística. Y por supuesto nos deja la escultura de los Venados campeones en casa, esa misma serie del Caribe del 2005, pero sobre todo, nos queda el abrazo en familia que ideó como símbolo de la forma en que los mazatlecos recibimos el nuevo milenio hace ya más de veinte años, allá al final de nuestra Avenida del Mar. Fue él el autor de la escultura y además la donó.
Desde hoy, más que nunca, Antonio López Sáenz pasa a ser un sinaloense de siempre y para siempre.