No me deseches en el tiempo de la vejez; no me desampares cuando mi fuerza se acabe. Aun en la vejez y en las canas, no me desampares, Oh Dios,
hasta que proclame a la posteridad las proezas de tu brazo,
de tu poderío, a todos los que han de venir.
LA BIBLIA
En tardes perladas de azul, un espíritu parecido a la nostalgia se precipita en cascada hasta el fondo del desfiladero para transfigurar, como en los sueños de un final feliz, los terribles dolores que nos provocan aquello que no fuimos, lo que quisimos ser, de lo que ya no seremos…Es un recuerdo que no pide permiso a la memoria, simplemente emerge sin diques ni amarras cuando la vida se ha nos ido por la inmensa coladera del tiempo. Se diría con resignación que ese efluvio en un alivio para los viejitos, porque sin este velo quedaríamos sin reservas para soportar el dolor de ver pasar el mundo y sus encantos; porque sin él, recalcarían, arderíamos en una flama que nos arrancaría el aliento y, que no pocas veces, nos obligaría a buscar, sin querer queriendo, juventud de nuestro pasado.
Tal vez ese tipo de nostalgia sea un mecanismo de defensa que procura mantenernos ocupados mascullando recuerdos involuntarios, con el objeto de llenar el hoyo negro que se abre sin retorno una vez que la existencia empieza a adquirir perfiles “vegetales”; es decir, cuando todo lo quieres pero ya nada puedes o ya no debes querer. Parecería excelente este consolador involuntario, porque nos permite a los viejillos sentir que la vida está en otra parte, como diría Kundera. Cuando me doy cuenta que este consolador me atrapa entre sus garras, porque descubro que mi “alter ego” está tramando un discurso para contarles a mis nietos que un día fui Juan Camaney, entonces me rebelo y lo mando a la jodida, no sin remordimientos. Y ya liberto adquiero una actitud vital que me lleva a combatir enseguida a los demonios del afuera: la piedad de los unos y el ninguneo de los otros.
A todos les envío encendidas “roqueseñales”: a los que me ceden el asiento en el camión, con un siéntese aquí abuelito, debe venir muy cansado. También los que me llaman adulto mayor y me ofrecen la cartilla del INSEN. Asimismo a lo que me cantan con desprecio contenido: “Viejo, mi querido viejo, ahora ya caminaaaas lerdo…” Y ya no diga a los políticos que corean hasta desgañitarse: “Primero los viejos por el bien de todos”. Y por supuesto a los grillos del gobierno que organizan danzodanas, sobre todo cuando acuden a esas fiestas con una mancha de periodistas para que pongan como pie de foto de las miles que hicieron: El Alcalde de tal es miembro emérito de la sociedad protectora de abuelitos. Y qué decir de los que nos ningunean. Nada. Bueno, solamente una chifleta poética: “A los ninguneadores por cobardes mi desprecio. Pero ahí de ninguneos a ninguneos. El peor de todos es cuando le prendes las luces verdes a una muchacha que esta de rechupete. Qué feo se siente que ese bombón te diga en un lance de furia y asco, sáquese de aquí pinche “viejo raboverde”. Pero sé que la raza de bronce no tiene la culpa de estos improperios. Por eso voy a lanzarme contra los responsables de estos desaguisados: los cultores de la cultura.
TROMPETILAS CONTRA LOS VERDEROS MATAVIEJITOS.
Leamos éste y el siguiente párrafo de Freud sobre lo perecedero: “Hace algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival en compañía de un amigo taciturno y de un joven ya célebre poeta que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas no podía solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda la belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear”.
“Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo”. Lo Perecedero. Freud.
Sí. Sí. Sí. Qué hermosura es pensar con resignación poética sobre el fin que nos acecha y que nos silenciará hasta el fin de los días. Pero eso es poesía, chinga’o. Y esto lo digo porque a pesar del discurso mexicano que dice en uno de sus versos: “Si he de morir mañana, que me maten de una vez”, la vejez como la muerte nos aterran, y nos hacen enemigos jurados del espejo por que este artificio posee una cruel sinceridad y, cuando le da la gana, es engañoso hasta las lágrimas, porque estas aguas coaguladas nos distancian y nos acercan a Narciso. El primero es el caso de la madrasta de Blanca Nieves, porque el espejo le muestra el rostro desgarrado y, en el segundo, porque transfigura todos los días nuestros rostros deshechos en hermosas pinceladas haciéndonos creer, para vergüenza de los hijos, que la llegada del invierno le sigue una hermosa primavera, como ocurre, si extendemos la imaginación con largueza, en la novela El Retrato de Dorian Gray del insigne Oscar Wilde.
EL ESPEJO Y LOS CAMBIOS DE ESTACIÓN DE UN AÑEJO TRANVÍA.
Pero a mí que no me anden con soflamas que es purita propaganda. Que no me salgan con esos rollos investidos de doble moral, porque terminan por agriarnos más el alma envinagrada que ya tenemos los pobres viejitos. Veamos enseguida, y sólo de pasada, un argumento de folletín, que por supuesto no nos sirve, vaya, ni de consolador, dicho sea en el buen sentido: “La vejez es hermosa, llena de sabiduría, paciencia y tolerancia. Ya no corremos desbocados hacia ninguna parte, el sosiego ha esfumado los bríos, la prepotencia, la soberbia; no hay mejor somnífero que la vejez. El tiempo, también tiene una amabilidad misteriosa: nos permite guardar los recuerdos de nuestros logros, el dolor de los fracasos, las lágrimas lloradas a nuestros muertos, los afectos. Nos regala un enorme aprendizaje”. A mí que no me naden lutitos que es purita beatería.
Ahora resulta… ¡A otro perro con ese hueso! A mí que no me confundan con ese escribidor que teclea rollos rositas de autoayuda. ¿Cuál sosiego, amigo? ¿Cuál hermosa vejez, hermano? ¡Qué la vejez es el mejor somnífero, habrase visto tanta crueldad? Qué la vejez questo que lotro, JJmmmhhh! Miren nomás en qué sosiego vivimos: si se nos magulla la piel creemos que es cáncer; si se nos atora un suspiro sentimos que se nos viene un infarto; que si se nos hincha el dedo gordo del pie, creemos que es diabetes; si se nos avispa la cosa por la noche sentimos que es el anuncio del último tango en Paris. Y… Y llenos de miedo, tiritando de miedo, pasamos las noches en vela por esas razones y, por supuesto, para impedir que la muerte nos coja dormidos y nos deje ir la guadaña hasta las profundidades del último sueño. ¡Cual sosiego? Pero aún peor: preferimos que nos coma las uñas el comején de la incertidumbre, que ir al médico, porque este “matasanos” puede recetarnos la certidumbre de que albergamos alguna enfermedad terminal que nos quitará hasta el nada lustroso derecho de ser viejitos, aunque en este estado los hijos te miren con unos ojos de apuro que te dicen con cariño: ¿por qué no te vas al infierno, viejo, mi querido viejo…!
PERO PARA SOFLAMAS OCTAVIO PAZ.
Dice Paz en Llama Doble: La juventud es el tiempo del amor. Sin embargo, hay jóvenes viejos incapaces de amor, no por impotencia sexual sino por la (re)sequedad de alma; también hay viejos jóvenes enamorados: unos son ridículos, otros patéticos y otros sublimes. Pero ¿podemos amar a un cuerpo envejecido o desfigurado por la enfermedad? Es muy difícil, aunque no enteramente imposible. Recuérdese que el erotismo es singular y no desdeña ninguna anomalía. ¿No hay monstruos hermosos? Además, es claro que podemos seguir amando a una persona, a pesar de la erosión de la costumbre y de la vida cotidiana o de los estragos de la vejez y la enfermedad. En esos casos, la atracción física cesa y el amor se transforma. En general se convierte no en piedad sino en compasión, en el sentido de compartir y participar en el sufrimiento de otro.
Con todo el respeto para nuestro Mexicano Universal, pero que no se la prolongue, dicho de nuevo con todo respeto. Está bien la compasión y hasta la piedad porque somos humanos demasiado humanos, pero al mismo tiempo en éste, como en otros asuntos del corazón, me declaro ferviente sabinista, y suscribo para mí, y para los viejitos que no les da vergüenza que sus nietos sepan que aún les queda un soplo de aquel inmenso tizón, algunos versos de Pensándolo Bien del bardo chiapaneco, no sin pequeñas enmiendas: “A mis sesenta y tantos años/ la única recomendación que considero seriamente/ es la de llevar una mujer joven a la cama / porque a estas alturas / la juventud sólo puede llegarnos por contagio”. Y precisamente por esta actitud abierta a la vida que me posee, las lectura de Memoria de mis Putas Tristes me produjo una gran alegría cuando su protagonista se atrevió a marcharse a un burdel para hacerle justicia a sus noventa años y, al mismo tiempo, me generó una profunda tristeza, porque el Don solamente pudo reivindicar su sexualidad con los únicos medios que le quedaban medio vivos: unos ojos marchitos que ya solían ver en blanco y negro. Al llegar final de la novela, juro por mi madre, que estaba llorando a carcajadas. Y siguiendo al colombiano, por supuestísimo que no comparto el prototipo de vida que nos endilga: El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad. ¡Sí, chuy!
DEBUT Y DESPEDIDA
Para bajarle el drama a este rollo rebelde o melindroso, como se quiera, permítaseme contarles un chiste de viejitos, para que sepan los maledicentes que también sabemos reírnos, al menos, de los otros viejitos.
Una pareja de viejitos seguían la intervención de un famoso telepredicador:- ¡Queridos hermanos y hermanas! Ahora concentraos y poned una mano sobre la pantalla del televisor unida a la mía y la otra mano en aquella parte de vuestro cuerpo enferma, y rezad conmigo. ¡Por su sanación! ¡Yeahhh!
Los viejos ponen una mano en la pantalla; la restante se la puso la Señora en el corazón y el Ñor en sus “partes”. Y le dice la viejita, con una sorna que traslucía un largo reclamo:- ¿Qué no has oído bien? Va a sanar nuestras partes enfermas, no a resucitar a los muertos…