LA ENVIDIA Y LOS CELOS: OCÉANOS DE CIANURO.

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La envidia y los celos son sentimientos compulsivos que inmolan al alma. El escritor Enrique Serna declaró a la envidia como pecado capital. En esta clasificación por supuesto caben los celos que son, por lo general, la cara inversa de la envidia. Esta acritud sería también un pecado venial. (Enrique Serna. Letras libres. 02: 12:2014).

La envidia es un jugo negro y pestilente que expele el hígado cuando deseamos fervientemente algún bien que alguien tiene o puede tenerlo en vez de alguien que también lo desea. Este efluvio de amor propio amenazado crea sentimientos de ambivalencia como la desazón y la ira.

Los celos contienen un ácido que secreta el estómago, que leguas se siente su hedor. Cuando se apoderan de nosotros nos asaltan sensaciones encontradas como el pánico y la furia ante presunción de que podemos perder un bien propio o que puede ser propio ante nuestros supuestos o reales rivales.

DOS ASPECTOS GENERAN AQUELLOS AGRIOS SENTIMIENTOS:

1.- Todos humanos queremos lo mismo. Por ello competimos incesantemente en defensa de los bienes propios o con posibilidad de ser nuestros. De interés sea aquello que apetecen dos o más personas, que a veces son legión). De ahí que nos veamos obligados, no sin incertidumbre, a manotear y patalear para preservar nuestros bienes y a extenderlos.

2.- Los humanos siempre queremos más. Esta lisa se ve acicateada porque a quien más amamos, casi hasta el estremecimiento, es a nosotros mismos. El dicho siguiente aclara esta afirmación: De que se chingue mi abuela a que me chingue yo, mejor que se chingue mi abuela. Cierto, esta verdad la escondemos y la mostramos a través de la modestia que es también una forma de hipocresía.

La envidia y los celos nos muerden, nos arañan y nos arrastran a conseguir lo que queremos o a mantener lo que tenemos, siempre con la desazón de perderlo todo ante nuestros reales o supuestos competidores. No hay peor recriminación que podemos hacernos que cuando hemos perdido algo valioso en ese jabonoso parián donde el que no cae, resbala.

LAS LEYES DEL QUERER

Los estados han creado leyes que regulan, con asegunes, este manoteo. La otra muralla de contención que no nos desfigura ante esta puja es la hipocresía: sonreímos llorando por dentro y soportamos un saludo y hasta un abrazo conteniendo un madrazo para tundir a nuestro interlocutor, competidor y posible ganador.

Esos sentimientos ocurren en la puja donde se juegan todos los bienes habidos y por haber; excepto un bien quisquilloso que está regido por las leyes del querer: me refiero al mercado de las piernas y otros adminículos. En las sociedades modernas, con sus asegunes, las mujeres y los hombres deciden libérrimamente con quien vivir, en qué condición vivir y hasta dónde vivir juntos.

Qué bueno que esta decisión está fuera de los cálculos económico y político, o los arreglos familiares de antaño; aunque no pocas veces estos influyan. Lo malo es que esta decisión de los hombres y mujeres no es fundamentalmente racional, aunque sea libérrima: porque ese lance está mediado por el amor, y el amor es un demonio, como nos lo han dicho los poetas y novelistas. En estas lides la pasión es la que rifa. La razón en estos menesteres de obnubila hasta el punto de ver moros con tranchete.

EN EL PARIÁN DEL AMOR Y LA INCERTIDUMBRE.

En esta plaza de los sentidos y los sentimientos el que comanda es el deseo: es la leña y el combustible en la que arden las ansias de comunión. Ahí sexo, erotismo y amor suelen parecer ser una y la misma cosa. Pero cualquiera que sea la estación dónde se sitúe la urgencia de la cópula , siempre nos apremia el deseo de buscar y encontrar el oscuro objeto deseo.

Pero más allá de esta reflexión, el deseo dispara la pasión que suele convertirnos en perros de presa ante el peligro de perder o que nos birlen a la persona amada. Quién no ha sentido asfixiarse y hasta perder el sentido ante un arranque de celos y, por supuesto, quién no ha matado a su rival en amores, al menos simbólicamente.

Quién de nosotros no ha bebido la cicuta de la envidia ante algún sujeto que nos ganó en el parián de las piernas. Las invectivas del enamorado despechado suelen ir también muy lejos: convertir, por ejemplo, a la persona amada en prostituta, cuando el día anterior era considerada el castillo de la pureza. Pero quién también no maldice al rival que se sacó la rifa del tigre en la lotería que suele jugarse con “dados cargados”, hasta el punto de acusarlos de que es un pendejo que no la merece y cosas peores e impublicables

AY, DOLOR; YA ME VOLVISTE A PEGAR.

¿Quién no ha sufrido estos terribles dolores? Vale decir que estos sufrimientos se nos clavan como cuchillos en lo más profundo del corazón, son humanos, demasiado humanos. La envidia y los celos nos causan más estragos que pasar 10 días sin comer, con eso les digo todo, lo que ya es decir una barbaridad.

Si alguien todavía no ha sufrido estos tormentos porque duerme tranquilo lo mismo que un niño, lea por favor El Túnel, una novela de Ernesto Sábato, para que sepa qué es sentir celos. Pero si quiere sentir el infausto dolor de la envidia, vea la película Amadeus, y se sorprenderá de las terribles invectivas que puede tener el envidioso.

Y sin embargo la envidia y los celos son el motor que obliga a la gente a superarse, pero también a vivir muertos en vida. Vaya, hasta las canciones reflejan esos sentimientos; por ejemplo: “Ya no te quiero mujer/por prieta y cucaracha/y por que tienes las orejas como hoya de nixtamal./Ya no te quiero mujer, por prieta y cucaracha/ y por que tienes los dientes como zaguán. Pero creo que toda la música, y sobre todo la música popular, gira en torno al amor y al desamor. punto