LA BOLITA, UN PUEBLECITO DE ROSA MORADA, NAYARIT.

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ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.

Un día llegué a La Bolita. Un pueblecito con aroma a café. En el centro de la comunidad, debajo de una lomita y al borde del desfiladero, encontré a escuela, que parecía esperarme con asombro, pues cada año cruzan sus aulas profesores novicios, recién desempacados de la Escuela Normal. Nadie se queda dos años en sus aulas, toda vez que las condiciones de pobreza y desesperanza les conducen a buscar mejores horizontes.

Es que esa comunidad, cafetalera a morir, un día del cual no quiero acordarme, el precio del café se cayó para no volverse a levantar jamás. Esta calamidad dejó a la comunidad en la más absoluta pobreza, pues las condiciones orográficas no le han permitido, hasta ahora, sustituir esta forma de cultivo por otras que les permitan volver a su tiempo dorado en el que la zafra y la molienda del café valían y valían bien. Es precisamente por esto que los profesores, después del primer año de trabajo, nunca vuelven a pisar esta tierra olvidada de Dios y del gobierno.

Emiliano Zapata es el nombre de la escuela, que es el único centro que congrega a la comunidad, porque no existe otro lugar en el que la gente pueda reunirse. La escuela es testigo de calidad de los acuerdos de la asamblea ejidal, de los magros apoyos que traen de Tepic los funcionarios del programa Oportunidades y qué decir, la escuela es también sede de no pocas fiestas de sus pobladores, que suelen bailar y cantar en las fechas que tienen escogidas para rendir tributo a sus santos patronos.

Pero también la escuela congrega a los viejos, ahí, tarde con tarde, de recuerdo en recuerdo, suelen recrear la nostalgia de sus mejores días; en esas tertulias suelen contar sus hazañas, no pocas veces rodeados de niños que asimilan esas epopeyas como la promesa de que cuando sean grandes serán como ellos. Pero también la tercera edad se junta para echarles porras a los equipos de volibol de sus preferencias, siempre respetuosamente, siempre con cierta reverencia…

En estos encuentros las mujeres son el principal atractivo. Por ello no es casual que la Zapata se convierta en cruce y roce de miradas de los jóvenes, que son el anticipo de una relación amorosa o de una simple relación de noviazgo, que difícilmente puede concretarse en una relación cuerpo a cuerpo como en la ciudad, porque ese deseo carnal es congelado por la mirada archiconservadora de los padres. La necesidad de tener relaciones carnales, se expresa de distinta manera: “Las miradas al oscuro objeto del deseo son relampagueantes, ven una eternidad en un instante; en cambio las miradas urbanas se dilatan en el tiempo como recordándonos que la represión sexual es mil veces menor que en las rancherías de la sierra de Nayarit.

Por mediación de la Emiliano Zapata se aprende a vivir viviendo de manera comunitaria, cierto que este tipo de vida comunitaria no pocas veces se convierte en una especie de asfixia del espíritu, ante la ausencia de espacios diferentes donde la gente pudiera recrear otras facetas de su vida. En tal sentido, la escuela ha quedado suspendida en el tiempo, pues todavía representa el corazón de la comunidad, como en los años dorados de la educación rural de Rafael Ramírez. David Tyack nos lo recuerda: desde el siglo XIX la escuela rural perteneció a la comunidad y sigue siendo el centro de vida de la gente.

Por todo este colorido escolar, podemos usar una frase legendaria: la escuela rural integra una comunidad más que desintegrarla; la escuela urbana, en cambio, limita su tarea pedagógica a un simple horario de trabajo, pues se ha convertido, con el paso de los años, en un centro ocupacional más que un centro que entrecruza las variopintas expectativas de los miembros de una comunidad rural.

En estas circunstancias el maestro es obligado a cumplir varios roles. Es ejemplo para los niños, ideal profesional para los jóvenes, consejero matrimonial, juez en las pequeñas disputas civiles, biblioteca abierta para los adultos que siempre quieren medirse intelectualmente con el profesor o medir si sabe lo que su título certifica. Pero además tiene que ser buen deportista, mejor bailador y muy buen disertador, y ya no digamos profesor abnegado, que como gladiador suele dar clases a tres grupos simultáneamente, como cualquier prestidigitador que esconde la bolita en las ferias de los pueblos cercanos a la costa.

Por tanto, no le gusta a la comunidad que los maestros sean corajudos ni regañones; en fin que no tengan paciencia. No les gusta que falten ni que sean apáticos. Les fastidia que anden apurados y desesperados. Piden demasiado las comunidades serranas a los profesores. Éste también es el caso de La Bolita. Y no es que los miembros del pueblo lo exijan o se tenga que firmar un contrato con el comisariado ejidal para el efecto.

No. Estos roles son impuestos por el orden simbólico que guarda la escuela con respecto a toda esa microsociedad que representa, sumida en esos rincones de patria en los que todo sigue igual siempre para empeorar. De allí que el primer año de trabajo se convierta para los profesores novatos en el estudio de una nueva carrera de pedagogía, para la cual las escuelas normales nunca estarán preparadas.