Luis Antonio Martínez Peña.
En todos los países, los seres humanos, tenemos malas palabras. México por supuesto no podía ser la excepción. Recuerdo que en una película del ciclo revolucionario una mujer, María Félix «La cucaracha» , arengaba a sus hombres pidiendo que a falta de parque les mentaran la madre a los soldados federales. Las mentadas no matan pero duelen. Mas atrás, en la historia, durante el cerco militar que Hernán Cortés puso a Tenochtitlán se escuchaban insultos y maldiciones proferidas por los humillados tenochcas que a falta de piedras y flechas también tenían sus gritos y peladeces hiriendo a los putos traidores que así se les quedó a los de Tlaxcala que se aliaron con el conquistador.
Pero henos aquí, en pleno siglo XXI, acomodados frente a la tele y viendo en un moderno estadio de fútbol en vivo y a todo color a decenas de miles de mexicanos bullangueros, caracterizados de personajes populares. Eufóricos y gritando peladeces a todo pulmón. Mexicanos de medio pelo pa´rriba, quienes tuvieron capacidad de gasto o crédito para ir al mundial organizado por la FIFA en Brasil. Ese público presa de las emociones en el primer juego de la selección mexica frente a su homóloga de Camerún, les dio ganas de soltar «el pinchis negros, por eso nadie los quiere» pero quien cargó con la furia tricolor fue un juez de línea colombiano que marcó en dos ocasiones el fuera de lugar a Gio, pero la campaña de la FIFA contra el racismo les advierte en anuncios luminosos que ya no se vale tratar así a la gente de color. Aunque en México, como tenemos un poco de sangre africana nos defendemos que les decimos negros, pero de cariño. Pues si, pero en muchos países ya ni de cariño le pueden decir negrito o negrita a las personas de color a fuerza de recibir una sanción y tener que pedir perdón de manera pública.
Los mexicanos tenemos malas palabras y muy ofensivas para dar y repartir. Pero no hay que flagelarse, estas malas palabras no son más, ni menos, que las existentes en otros idiomas. La lengua y el vulgo italiano, al igual que los castellanos nos regalaron una buena dosis de nuestro arsenal. Ni que decir de los galicismos que nos invadieron en el siglo XIX y los anglicismos promovidos por los medios a través de series y películas americanas.
Viene esto a cuento por la palabra PUTO que se grita en los estadios por la fanaticada mexicana y dirigido específicamente a los porteros cuando despejan con el firme interés de amilanar, disminuir su potencia, poner a prueba la virilidad, porque a final de cuentas un puto es una persona débil al igual que una puta. A Renato Leduc se le debe un poema a las putitas de París: Pobrecitas las putitas, cuánta lástima me dan, siempre vendiendo las nalgas, por un pedazo de pan.
Por eso coincido con gente docta en materia de defensa de los derechos humanos cuando señalan que la expresión “puto” no solo es homofóbica sino abiertamente misógina. El portero podría ser un hijo de puta, hijo de la chingada, pero ese rol en el partido lo juega el árbitro cuando anula por fuera de lugar el tiro a gol o cuando no marca una falla que evidentemente nos beneficiaría con un gol de penal. El árbitro es un hijo de puta o hijo de la chingada porque
al igual que su madre está vendido. Pero el grito de puto al portero es un reto a su virilidad, de qué otro modo puede demostrar su potencia, si no es con un despeje fuerte, que rebase y ponga el balón más allá de la media cancha y coger distraída o mal ubicada a la defensa. Si se le grita puto se le puede agraviar, enojar y disminuir su efecto. La palabra es ofensiva, busca herir, hacer daño, no jugamos pero ejercemos la influencia del grito anónimo y colectivo. Todos a una y ninguno culpable, puesto que somos todos. Cuando somos todos, somos nadie y así todos somos inocentes.
Con intereses económicos o sin ellos la FIFA tiene el deber de cuidar el orden en los estadios. Aunque su voracidad económica la presente como la menos indicada para imponer sanciones a una afición multitudinaria. Aun más, a una afición cómo la mexicana que llega a Brasil insegura. Con su chisguetito de fe, pero que después del empate a Brasil y la derrota a Croacia se le ve prepotente, egocéntrica en las calles y estadios brasileños.
A ver si en la siguiente ronda no pasa y queda con la frustración a cuestas. Como el borracho a quien corren de la cantina por briago, pobre y necio. Plantado a mitad de la calle se desquita gritando y pintando caracoles con las manos demostrando así, de manera oral y corporal, su frustración: ¡huevos, putos todos! y un ¡Viva México, hijos de la chingada!