ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.
Era un señor tan gordo, pero tan gordo, que cuando
salía en la televisión salía en todos los canales.
Todavía recuerdo una borrosa fotografía colgada en los abarrotes que tenía a dos señores sentados: uno gordito, sonriente, reluciente de felicidad y bienestar que expresaba: “Yo vendí al contado…” En otro flacucho, abrumado, hecho giras, que apenas le alcanzaba el pulmón para expresar: “Yo vendí a crédito….” Qué días aquellos. En aquellos tiempos ser gordito era señal de buena salud y mejor bienestar. Pero cómo han pasado los años y los pareceres: hoy la gordura ha pasado a ser, amén de señal de pésima salud, una mentada de madres a la rebuznante estética que prescribe que todos debemos ser unos flacuchos de rostro amarillento, porque esa enclenque morfología es sinónimo de una salud que desafía al comején de las peores enfermedades. ¡Verlo para creerlo!
En estas y otras lides mi generación siempre vivió a contrapelo: cuando teníamos por panza el cuero y las costillas estaba de moda ser gordito; y cuando se puso de moda la flacura teníamos una panza del tamaño del mundo. Cierto, siempre hemos vivido al revés de las modas y modismos en este mundo matraca; por ello muertos de envidia, en todos los mítines y manifestaciones que
hacíamos todos los días, les gritamos irrespetuosas injurias a los pobres gorditos que sesteaban por las tardes: “Burgueses güevones por eso están panzones”. Al recordar aquellas epopeyas aún siento vergüenza, porque yo ahora estoy muy panzón y lamentablemente no soy burgués… Pero tiempos traen tiempos
Ahora los pobres gorditos somos la comidilla de cientos de maledicentes: nos dicen bolas de cebo, mantecones, panzas de yegua, sicarios del botón asesino, gordolfos, tamales cuenistas, dobleanchos, panzones, bolífrafos, botijones y otras tantas ofensas que por respeto al respetable no puedo comentarlas en estas páginas tan queridas como leídas. Se nos veja en cada esquina sin el menor respeto por nuestro derecho a ser gordos como lo consagra nuestra vilipendiada constitución. Nos vituperan sin la menor cortesía; y por si fuera poco nos amenazan de que si no bajamos de peso puede atacarnos la diabetes, la hipertensión o un infarto fulminante al miocardio. Y para acabarla de acabar, se no dice que nuestra gordura es la causante de que el ISSSTE y Seguro Social estén más quebrados que las tiendas que venden pasiflorina en greña.
LA GORDURA NO ES YA UNA GALANURA.
Pero junto a la moda que ha prescrito que la flacura es hermosura, se ha creado para nosotros los gorditos toda una industria que todos los días nos bombardea para que bajemos de peso por aquello de que si algún día tenemos que morir que no sea por los daños colaterales que produce la gordura. En este mercado se encuentran pastillas, cápsulas y polvos que prometen bajar la barriga en 15 días lo necesites o no; tónicos, brebajes y líquidos milagrosos para el mismo fin; ácido fólico en latas de cerveza para devolvernos la esbeltez y la lozanía de antaño en un santiamén o te devuelven el dinero sin hacerte ninguna pregunta; además han crecido como hierbas los gimnasios, los zapatos Gim, las bandas eléctricas y las “clínicas” de masajes que juran y perjuran que nos desbaratarán la manteca en menos de lo que canta un gallo; también han hinchado esta nómina los restaurantes vegetarianos, las fondas con guisos sin manteca, los estanquillos que venden tacos light para despanzurrar a los panzones. Pero también fajas, calzones, chalecos, cinturones, pantalones y demás adminículos que ipso facto te hacen bajar la “curva de la felicidad”, pero con el peligro de morir de asfixia cuando se te viene un prolongado suspiro que nos recuerda alguna fechoría placentera. Y así sucesivamente…
Pero a este negocio de reducción de la manteca también le han entrado los psicólogos. No pocos juran de rodillas que la hipnoterapia cura la hinchazón del estómago en un dos por tres. Otros han creado grupos de gordinflones anónimos, cuya terapia consiste en que los mantecones socialicemos nuestras vergüenzas hasta el punto en que el sentimiento de culpa sea tan inmenso que no nos quede más alternativa que bajar de peso o suicidarnos poniéndonos un torniquete en el cuello. En fin, se ha creado toda una industria que nos ha puesto contra la pared, cuya encomienda no es precisamente curar nuestra supuesta enfermedad, sino acusarnos de que si seguimos siendo unos gordinflas de pacotilla, no es por falta de alternativas sino porque somos unos gordinflones carentes de pantalones para deshacernos de esos kilos que tenemos demás, que tanto daño nos causan, según esos tipos que ostentan cuerpos semejan a una flauta transversal.
Y qué decir de la campaña que ha impuesto a rajatabla el Seguro Social con su mal llamado prevenIMS. Cuando llegamos a las clínicas del Seguro, por supuesto antes de entrar a la consulta, una romería de enfermeras y trabajadoras sociales te miden la cintura, y mueven la cabeza con disgusto cuando rebasamos con creces la norma de hierro de los cien centímetros; además nos ponen una lupa en los ojos para detectarnos, a través del iris, la bilis negra que produce la hipertensión y, a renglón seguido, nos dan unos toquecitos en el corazón con cara de fuchi para corroborar si estamos o no al borde del infarto. Y cuando solemos pasar esa aduana entre encabronados y avergonzados, nos hayamos frente a los médicos que nos aconsejan, con una cara de horror y asco, que no consumamos la farmacopedia que nos proponen los engañabobos. Y
medio encabronados nos aconsejan que nos hagamos bueyes, que solamente haciendo 5 horas de ejercicio todos los días bajaremos de peso. ¿A quién hacerle caso, chingao, a quién…?
LA GORDA IMAGEN EN EL MUNDO.
La verdad es que los gorditos estamos pasando las de Caín. No falta que mozalbete se nos cruce el camino y nos grite: ¡Aguas te anda buscando el hijo del Cuilas para hacerte chicharrón. Uno se mosquea y quieres darle alcance a ese plebe irrespetuoso, pero nuestro trote no da para tanto, porque ningún trote aguanta el peso de una panza cuya anchura rebasa la protuberancia estomacal de una escultura del colombiano Fernando Botero.
Pero este asedio contra nosotros los gorditos seguramente es una invectiva del Imperio, como seguramente había empezado a sospecharlo nuestro insigne comandante Hugo Chávez. Esta afirmación no es un cuete tirado al firmamento: ahora resulta que algunos organismos de la ONU nos han endilgado el mérito, que en realidad es un demérito: que somos el país que posee el mayor número de gordos en el mundo. Y como nuestros gobernantes son lacayos del imperialismo yanqui , como señalara con todos sus cojones el comandante de comandantes Fidel Castro, la Secretaría de Educación Pública la ha tomado en serio contra los gordos, a tal punto que ha creado una negra mancha de desprecio contra a todos los niños gorditos y, también, un inmenso ninguneo contra los papás por barrigones.
GORDO ES UN BELLO COLOR.
Pero qué saben los pinches flacuchos de los tesoros que encierra la gordura. Que nos desmientan si existe un gordito que no sea simpático. Y tenemos ejemplos notables en la historia del espectáculo: Capulina fue un hombre de buen humor, mientras que Viruta fue un tipo seco y antipático; en el caso del gordo y el flaco, de imborrable memoria, el primero era un chorro de simpatía, el segundo en cambió era malencarado y de mal humor. Lo mismo ocurrió con el par sin par que hacían la Vitola y el carnal Marcelo. Y más recientemente pasa algo parecido con el gordo y la flaca. En serio, los gorditos resumamos bonhomía, humos a flor de piel y una sonrisa que gana reconocimiento social que jamás podrían ganarse esos flacos cuya flacura les ha congelado espíritu y la sonrisa a flor de piel.
Pero sobre todo los gordos estamos mucho mejor preparados que los cuerpos de pito para soportar esas incruentas como prolongadas crisis económicas que en cada sexenio nos recetan nuestro Supremo Gobierno. Si llegara un nuevo otros “error de diciembre”, por ejemplo, júrelo que sólo sobreviviríamos los gordos, y seguramente estos gorditos, que ahora sufrimos el asedio de los maledicentes, nos convertiríamos en los enterradores de esos seres descafeinados, porque ellos carecen defensas para vivir largos años de los discursos de nuestros inservibles políticos.
En cambio los gorditos estamos tan bien dotados que tenemos la capacidad para soportar dos crisis cubanas y bebernos los interminables discursos de Fidel Castro. Por todo ello y mucho más, los gordos, si bien no tenemos ni trono ni reina, pero seguimos siendo los reyes. Aunque con todas estas virtudes que posee mi gordura, a veces siento una profunda tristeza cuando me veo la panza y no me la veo la desta.