ESTO FUE LOS QUE LE DIJE EL PINCHE PSICONALISTA (8 DE 12) ESTA ES UNA SERIE SOBRE EL LUISÓN. ES UN CULEBRÓN COLOMBIANO PARA TV.

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¡Basta¡ ¡basta! ¡basta…! -le gritó el psicoanalista encolerizado, casi al borde del infarto-. Por favor, no me vengas con mentiras. Esos cuentos chinos anda y recítaselos a tus nietos. Tú jamás leíste esos textos, vaya, ni siquiera ahora en tu vejez, mucho menos en tu juventud, porque en ese tiempo, me consta, eras casi un analfabeto funcional, como el coro de los aprendices de brujo que te rodeaban y te adulaban… Tú y tus congéneres lo que leyeron, y muy mal, fueron vulgatas soviética y china, como el Manual de Economía Política de Nikitin, Conceptos Elementales del Materialismo Histórico de Martha Harnecker, Conceptos elementales de Filosofía de Georges Politzer, El Manual de Filosofía de Afanasiev, el Manual de Marxismo/Leninismo de Wenceslao Roces, el libro Rojo de Mao Tse Tung. Y mira, ahora resulta que te hiciste revolucionario leyendo al joven Marx. No te engañes, amigo. Tú anduviste en la bola por resentimiento, no por una actitud ética y, menos aún, por una lúcida postura intelectual…

-No sé de dónde sacó fuerzas el Luisón, tal vez de esa inmensa potencia se que anida en los meandros de la debilidad; porque de una tarascada le arrebató la palabra con tal determinación que el terapeuta esta vez no se animó a interrumpirlo. La interpelación del Luisón tuvo un eco similar al desplante de lucidez que tienen los agónicos antes de entregar la zalea a los gusanos. Cerró los ojos y con la ligereza de un gesticulador, desde la profundidad de sus pulmones, declamó un lúcido alegato para desmentir la hipótesis del “galeno:-

Donde no hay orgullo de ser no hay nada que hacer. Y esto precisamente es la rebelión: ¡orgullo de ser! Por ello mismo, sólo podemos hallar mala consciencia cuando se intenta pervertir, confundir, ese «orgullo de ser» con el resentimiento o la envidia. Por esta razón la rebelión es precisamente bella. Es bella porque en ella los hombres encuentran lo que no se puede alienar. La rebelión exhibe lo que no se puede separar de sí mismo. El amor propio no se puede destruir. La rebelión es el amor al ser mismo que se es. La rebelión es, entonces, amor en acción. ¿Resentido yo…? ¡Yo que he sido un abnegado rev… Nunca sabremos el porqué el Luisón no terminó la frase.

-Con víscera inflamada hasta la empuñadura, el psicoanalista lo atajó con determinación:- No me vengas ahora con artilugios nietzschanos. Y menos aún me vengas a recitar aquí frases aprendidas de memoria, porque esas boberías solamente aplazarán tu cura. El discurso que vomitaste lo escribió un falsificador al que tú plagiaste: se llama Iván Silén. ¿Sabes quién es este sujeto? Nada más ni nada menos que un fracasado como tú. -El pobre Luisón se le quedó viendo al terapeuta azorado. Sus ojos expresaban ese terror que se genera cuando alguien es pillado tratando de salvaguardar la última fortaleza de dignidad, recitando frases de un folletín del calibre de: “Cómo aparentar ser un buen filósofo en los cenáculos en los que se regodean los intelectuales”. Enseguida el psicoanalista se le quedó mirando con unos ojos que reflejaban una enorme satisfacción por la madriza que le había puesto al pinche plagiario. El Luisón, como era prieto, estaba sonlilado de la vergüenza, de una vergüenza que le mordía sin piedad hasta lo más profundo de sus entresijos -.

Basta de jugarretas, amigo. -Le dijo al oído el terapeuta con aire triunfal- Pórtate bien. Recuerda que estamos en una sesión psicoanalítica; pero sobre todo porque entre más te resistas, tu cura puede resultar un estrepitoso fracaso, como en sus días afirmará el maestro Freud en el ensayo Análisis Terminable e Interminable. Volvamos a lo nuestro, por favor. No divaguemos más. Regresemos a tu resentimiento. ¿Recuerdas que antes de tu dislate comenté cómo algunos resentidos se convertían en “revolucionarios y hasta en demócratas”? Y tú eres uno de ellos. Tú padeces, en efecto, esa bilis negra en el alma, una bilis que te muerde, que te araña, que te arrastra, que te asfixia, que te tritura…. Este febril reconcomio es de tal magnitud que por más “triunfos” que hayas conquistado o por más estatuas que te levanten por tus “méritos en campaña”; sentirás hasta los últimos día de tu vida, más allá de los aplausos y las fanfarrias, que tu vida es y ha sido un inmenso valle de lágrimas, porque el azar te dibujó como un paria que el destino se empeñó en destruir. Irás por el mundo, como has ido desde tu niñez, como un alma en pena gloriando tus triunfos y llorando a carcajadas tu desgracia existencial. Afortunadamente ahora tienes una gran ventaja que no tuviste en tu niñez: te quedan muy pocos años de sufrimiento, a juzgar por las contrahechuras que proyecta tu enfermiza figura…

-Después de la larga cátedra del terapeuta que, seguramente le hubiera ganado el Honoris Causa en cualquier universidad patito, se hizo un largo silencio. Desde la cabecera del diván podía escucharse una respiración agitada; pues los dardos envenenados del psicoterapeuta habían dado en el blanco de la grisura existencial de su cliente, a tal punto que le abrieron en cascada tortuosos recuerdos que le atormentaban desde la niñez. Por ello no fue casual que la aparente entereza que solía presumir del Luisón, se desmoronara como un frágil castillo de naipes. Hizo un intento para decir no sé qué cosa, pero se le quebró la voz hasta quedar sin aliento-.

-De manera involuntaria empezó a rememorar el rosario aguijones que le habían envenenado el alma: la expulsión de su familia del ejido que era el edén que cobijó amorosamente su niñez; rememoró la penosa migración que los llevó a vivir a orillas de los pueblos y en los campos agrícolas, en casas de petate con techos de láminas de cartón, en las que fueron pasto del intenso frío y del pavoroso calor; pero también de los moscos, las moscas y los jejenes. Arrojados a la intemperie vivieron él y su familia entre la más absoluta soledad del campo y la más perruna exclusión por la gente bien del pueblo, que siempre los vieron como extranjeros en su propia patria. Porque además el Luisón veía llegar a su papá con el alma envejecida y la cintura deshecha por el martirio que le prodigaba el trabajo a destajo al que estaba sometido y, además, porque solía ver la angustia de su madre, el amor de su vida, estirando el presupuesto para hacer pan de la nada. Por estas inequidades solía llorar como Magdalena cuando oía las Casas de Cartón de los Guaraguao, especialmente aquellos versos que solían arrancarle el corazón: Niños color de mi tierra/con sus mismas cicatrices/ millonarios de lombrices…

-Cómo no tener el corazón en el hígado si en la escuela lo trituraron a golpes sus compañeros por “chero”, por burro y desaseado y, junto a ello, sentir el desprecio de los profesores porque no entendía sus sabias lecciones y porque, además, fue ninguneado en la universidad hasta el escarnio por haber osado habitar ese mundillo lleno de abstracciones que nunca pudo entender del todo. Por eso aborreció a los letrados, al punto de haberle creído a Enrique González Rojo que éstos eran una clase social que contaba con los medios intelectuales de producción para arrebatarle el poder al proletariado-.

-Pero había algo más que lo trituraba en las noches, cuyo tiempo repartía entre el insomnio y las pesadillas. En efecto, cuando todo mundo dormía duraba horas mirándose en el espejo. La imagen que le proyectaba la luz de la cachimba era la de un tipo que parecía que lo habían hecho de noche y a rempujones, y no pocas veces maldijo a sus padres por haberlo hecho al vapor. En la tenue luz de la penumbra se veía el pelo ligeramente más dócil que el de un puerco espín, un narigón que le comía los ojos y una trompa parecida a la de un oso hormiguero. Y no es que fuera tan feo como creía que lo era, pero cuando se tiene la mente dolorida por el sufrimiento, el espejo y la penumbra pueden hacer que hasta un adonis se sienta más feo que un pleito a machetazos dentro de un Volkswagen. Después, mucho después, cuando la luz eléctrica llegó y los espejos proyectaban la imagen que se les solicitaba, de todas formas nunca encontró argumentos que le convencieran de que su imagen no era tan fea como la que le proyectaba el espejo. Aunque es preciso reiterar que no era tan feo, habrá que decir que tenía la desventura de ser patizambo y poseer una corpulencia relativamente arqueada que le granjearon entre sus pares dolorosos apodos: el marciano, en la niñez; el camello, en la adolescencia y el jorobado de Notre Dame, en la universidad. (CONTINUARÁ)