ESTA ES UNA SERIE SOBRE EL LUISÓN. ES UN CULEBRÓN COLOMBIANO PARA TV.
ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ
Como a la media hora se levantó trabajosamente del suelo, sobre todo porque tenía que echar la pata de palo para delante, apoyándose en el pie “bueno” y las manos para ponerse de pie. A esa hora tenía el pecho tan sofocado que le impedía soportar incluso el pasto más preciado de los camaleones: no podía echarse ni un mendrugo de aire en sus agitados pulmones. Tenía la respiración entrecortada, resollaba como el moro de Cumpas después de haber perdido la carrera del siglo. La noche de ese fatídico día no durmió. Se mantuvo despierto hasta el amanecer, primero atisbando por una rendija de la ventana, preso de paranoia, por si la “chota” política lo estaba espiando desde algún recoveco de la calle.
Después centró su atención en un árbol, su árbol, que se estremecía al socaire de una ventisca con pelambre de Huracán, que se había precipitado sorpresivamente. En ese ir y venir de las ráfagas que cada vez adquirían mayor velocidad, de repente el árbol que le daba sombra cuando sesteaba en los mediodías, fue arrancado de tajo produciendo un ruido quejumbroso que cimbró sus oídos. Este evento de suyo natural, más no por ello menos triste, le provocó serías premoniciones. Empezó a llorar amargamente. Tal vez intuyó que ese derrumbe anunciaba su propia caída en ese valle eterno del que sólo se vuelve convertido en fantasmagóricos gusanos. Enseguida empezó a llover estrepitosamente, acompañado por una copiosa estela de rayos y centellas.
Seguramente el aguacero lo apartó de su amarga melancolía, porque raudo y veloz comenzó a tapar las innumerables goteras que empezaron a mojarle las pocas cosas que le hacían menos ríspida su vilipendiada existencia: una vieja parrilla eléctrica, un sillón corroído, una cama desvencijada, un cajón que usaba como comedor circundado por dos sillas; una ropa vieja que colgaba de un alambre sostenido por dos clavos de lado a lado de la pared y un radio en el que oía sus noticias.
Tenía además un minúsculo estante de libros del que sobresalían El Manifiesto y el Que Hacer; ah, y también un perro pardo que ladró lastimeramente toda la noche. Todos estos enseres estaban “acomodados” en un cuarto de cuatro por cuatro, al que por sus dimensiones el luisón solía llamarle, no sin ironía, el todoterreno. No sé si el luisón dejó de llorar en esa travesía de salvamento de sus tiliches, porque el agua que caía a cántaros del techo le había anegado el rostro…
Y si bien el insomnio lo libró del monstruo fornicador que le desgarraba las vestiduras casi todas las madrugadas; no pudo librarse de las secuelas colaterales del desvelo. Esa “amanecida” le produjo al día siguiente un rostro de aprendiz de enterrador que suele soñar despierto que los difuntos que ha enterrado en la víspera lo persiguen por ojéis al día siguiente. El alba lo sorprendió, en efecto, con un rostro traslúcido que, como una especie de máscara, le recubría su rostro moreno. Era tal su transparencia que por ella pasaban todos los colores que la bilis negra genera: el amarillo, el verde, el azul y el negro/grisáceo. Amaneció tembloroso, cabizbajo, meditabundo, introspectivo y… para variar le había vuelto el tic en la mejilla izquierda, que era a la sazón una especie de somatización que solía manifestársele cuando lo embargaban profundos sufrimientos de inferioridad. Esos espasmos le deformaban ligeramente el rostro: le arqueaban la ceja y le hacían relampaguear y lagrimear el ojo izquierdo.
Había que haber visto al pobre luisón: era la viva imagen de la derrota… Envuelto en una densa nube de humo de tabaco quemado y del aroma inconfundible a café recién cocido a golpe de la talega, el luisón estuvo toda la mañana dándole vueltas al motivo que el psicoanalista podría tener para zorrajarle aquellas ofensas que lo habían mantenido al borde de un ataque de nervios. No, no había explicación plausible, porque hasta donde sabía la terapia psicoanalítica tiene como principio dejar al paciente que se desgañite, porque él, y sólo él, debe hacer consciente lo inconsciente.
El psicoterapeuta sólo debe mantener la “atención flotante” y expresar “hummmm”, para que el paciente crea que lo está escuchando. Y cuando el cliente le hace preguntas comprometedoras, le contesta con otra pregunta: “¿Por qué me pregunta eso?”. Y, por supuesto, suele hacer, de tiempo en tiempo, interpretaciones enigmáticas. Inclusive el psicoanalista en el curso de la terapia puede quedarse dormido y, no obstante su inconsciente, queda conectado con el del paciente, no sé por qué misterioso sortilegio. De esta forma todo el curso de la terapia es convertido en una especie de camino pavimentado, es de una tersura tal en la que el psicoanalizado habla, rehabla y vuelve a hablar de lo que le da la gana… En todo caso esa terapia era todo un dechado de psicoanálisis salvaje, de psicoanálisis montuno…
Quizá por ello entre más buscaba las razones del ultraje, menos entendía la “violencia simbólica” del psicoterapeuta; porque ni siquiera micra de comparación con el psicoanálisis del intempestivo Lacan, que solía interrumpir de manera impertinente a sus pacientes. Y eso que Lacan era un sujeto abusivo, porque además solía cobrar carísimas sus sesione
s y las suspendía en el momento en que le daba la gana. Enmuinado hasta el tuétano por no encontrar respuestas a modo, empezó a caminar en círculos concéntricos en el casi inexistente patio que pertenecía a su penthouse.
En esa estancia circular empezó a roturar pequeños surcos con su inseparable pata de palo alrededor del hoyo que la ventisca había dejado como vestigio de que ahí alguna vez había habido un árbol, porque de él no quedó ni una pinche hoja que recordara su existencia. En ese circunloquio, que semejaba a los vientos de febrero, una pregunta le salpicó el corazón, una interrogación que adquirió diversas formas y tonalidades:
¡Adióoo…¡ ¿A poco esta terapia de Shock que me propina cada semana el psicoterapeuta es por mi bien? –Se preguntó viendo al infinito y mirando de reojo la travesía de su pata de palo, por aquello de que no te entumas-. ¡Uuuta! ¿Acaso esa andanada de improperios podrán salvarme de esos sueños que me roban las noches y hacen de mis días un infierno? – Luego masculló entre dientes no se qué herejía impublicable. Herido como estaba, antes de contestarse la interrogación se le vino otra no menos dolorosa, no sin antes dar un atropellado rodeo al hoyo donde se hospedaba aquel verde mezquite:
¡Chingáaa…! ¿Pero suponiendo que esta terapia me arrancara las pesadillas, dónde, en qué basurero, iría a quedar mi honor de revolucionario que, por ser fiel a él, he pasado hambres y cárceles, porque jamás he querido ser yo menos que nadie? ¡Adióoo! ¿A poco habré de cambiar mi estampa de hombre de una sola pieza, comprometido con la transformación revolucionaria del país, por una promesa de cura que puede terminar en fiasco? –A estas alturas del partido empezó a mover los brazos y la cara como cuando gesticulaba en los mítines para acelerar a las masas. Enseguida se le vino la interrogación del estribo-:
¡Uuuta Madre! ¿Qué bonito me vería soñando las mismas pendejadas, pero además con una personalidad hecha girones a fuerza de recibir tantas putas injurias? – Paro un momento la caminata para meter los ojos en el hoyo que bordeaba, le pegó una chupada al cigarro y se echó un trago amargo de café y se dijo para sus adentros-: Y lo peor sería que estas injurias y mis pendejas confesiones llegaran a saberlas mis enemigos políticos, esa sí sería mi muerte en vida, sería como si…
-Estas interrogantes sin respuesta lo torturaban hasta el punto de empezar a comerse la uñas de unas manos que parecían que hablaban por sí mismas. No es una exageración afirmar que, por los abruptos movimientos de las manos, semejaba la estampa de un manager de grandes ligas que va perdiendo el juego crucial que podría ponerlo de patitas en la calle. De aquellas preguntas y los cientos de combinaciones que se le venían a la cabeza, no “pergeñaba”, en efecto, ninguna respuesta convincente; porque si bien había estado, para decirlo suavemente, un buen tiempo en manos del psicoterapeuta, no por ello debía esperar que sus dantescas pesadillas se extirparan de la noche a la mañana, sobre todo porque los íncubos y súcubos que lo atormentaban desde que cumplió los cincuenta y tantos, habían hecho de su vida una de las peores páginas de La Divina Comedia.
-Y entre vuelta y vuelta alrededor del hueco que había quedado por árbol, desde el fondo del inconsciente se le vino una nueva pregunta que lo estremeció:- ¿Y si el cabrón psicoanalista esta madreándome en represalia porque no me pudo hipnotizar…? -Para ese momento eran como las once de la mañana. El filo del sol de julio y la reseca humedad que había dejado la lluvia, habían bañado al luisón de sudor. La camisa de mezclilla se le pegó al cuerpo y sus Levi Strauss habían empezado a rosarle en salva sea la parte. Y lo peor: la pata de palo se le había hinchado: el muñón que la soportaba había empezado a sufrir los rigores del apretón que le estaba propinando esa madera andante. Se recargó en la barda e intentó componérsela.
En los estiras y aflojas que procuraban encontrarle un lugar menos doloroso para calzarse ese “choclo” de vinorama, lo que consiguió con esos escarceos fue un dolor parecido al que le producía el síndrome del miembro fantasma, pues estuvo a punto de derrumbarse de dolor con la consiguiente raspadura que le aderezó la barda, que era un promontorio de ladrillos que se habían afilado con el curso de los años a fuerza del abandono al que había quedado sometida.
Pero como siempre, las cosas de honor son más fuertes que el dolor: medio se acomodó la pata de palo y se dio un sobón en la espalda que le ardía por el efecto de un sudor que le corría hasta el fondillo y las piernas. Una vez que se compuso empezó a caminar de nuevo, aunque en esta nueva travesía su cojera se hizo más evidente. Esta vez su caminar se había investido de un ruidoso silencio que exigía a gritos el encuentro de algún atisbo respuesta a sus apesadumbradas interrogaciones.