Luto y dolor por el Covid 19 nos pegan tanto como las balaceras.

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FRANCISCO CHIQUETE

 

Vivimos tiempos canallas para la humanidad. El luto se enseñorea por nuestras ciudades, nuestros barrios.

Con el luto llegan también el miedo y la desesperación, no sólo por el encierro o las privaciones económicas. También por la falta de respuestas y la insensibilidad de muchos que ascendieron ofreciendo milagros y empatías.

Este pesar colectivo ha alcanzado ya los niveles de 2010 y 2011, cuando cualquier ruido fuera de lo ordinario nos remitía a la posibilidad de una nueva matanza.

En esa época nuestras calles empezaron a llenarse de cruces, de cenotafios, algunos francamente impresionantes, que recordaban muertes violentas de jóvenes inocentes, de muchachos metidos al “juego” de las mafias, de personas que estuvieron en el lugar equivocado, en el momento equivocado (daños colaterales, justificó un presidente inconsciente).

Una noche del 2010, de esas que estaban envueltas en silencios espectrales, llegaron al edificio de El Sol de Mazatlán fuertes estampidos cuyas repeticiones nos erizaron los pelos. Inmediatamente empezó a sonar el teléfono del periódico, pues la gente quería saber qué estaba ocurriendo. Hubo llamadas de la colonia Flores Magón, tan lejana de la avenida Miguel Alemán en que estábamos trabajando.

Por fortuna sólo era una noche de pirotecnia ofrecida a los notarios de todo el país que aquí realizaron su convención. Pero los estallidos de la Plazuela Machado los habíamos vivido en diversas ocasiones y en distintos sectores de la ciudad. Todavía al año soguiente en la Plaza Ley Vieja, se enfrentaron (ahí sí) delincuentes y policías, bloqueando por horas la principal avenida de Mazatlán.

Diez años después se impone de nuevo esa terrible sensación, sólo que hoy los cenotafios callejeros son sustituidos con despedidas a través de las redes sociales.

Una acuciosa periodista mazatleca preguntó en su muro de Facebook si alguien conocía directamente a alguna víctima o contagiado del Covid 19. Fue un muy buen ejercicio de comunicación, que al final no hizo sino sintetizar todo aquello que se ve en la red.

Primero fueron los personajes icónicos y por tanto, lejanos. Aunque Óscar Chávez fue un cantante famoso por su calidad artística y por su vida de combate ideológico, era alguien de muy arriba, lo mismo que Pilar Pellicer, la gran actriz. Pero después empezaron a aparecer más cercanos: funcionarios públicos de la región (y en cada región), y luego los cercanos en serio: amigos o conocidos que recurrían a la petición de oraciones para alguien contagiado, a quien ya sentían prácticamente condenados.

Despedidas públicas a padres, hijos, hermanos, compadres u otros parientes a quienes ni siquiera se les pudo dar la despedida privada porque una vez ingresados al hospital, a los pacientes graves no se les vuelve a ver ni después de muertos, porque el protocolo de salud lo impide. Familias muy queridas, como la de Norma y Mario lo enfrentaron con todo el drama acumulado.

Como ante las balaceras, somos una sociedad inerme que al principio intentó defenderse con el humor de los memes, y que poco a poco fue cediendo del chacoteo a la pesadumbre, al desánimo colectivo. Hoy lo único que se repite sin perder actualidad, es el anuncio atribuido al subsecretario de Salud López Gatel:” viene la semana más alta de contagios (no importa cuando lo lea)”.

Así vamos conociendo historias de madres y abuelas que fueron contagiadas por sus hijos y nietos que las fueron a visitar, de padres a quienes no les valió el resguardo porque alguien les llevó el virus a domicilio y muchas otras historias dramáticas que nadie supo cómo pudieron haber sucedido

Nuestra única alternativa es la disciplina, pero esa es una característica que no se nos da. A pesar de todo sigue habiendo muchos que se ”protegen” no con los escapularios del “detente” de López Obrador, sino con el inverecundo “a mi no me va a pasar” o el peor de todos: “si ya nos toca ni pa dónde hacernos”.

Son tiempos canallas que nos tomaron inermes.­