ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ.
En esta era del virus uno se acuesta en el día creyendo que ya es de noche y viceversa, porque la soledad todo lo tiñe de negro y tiene un tétrico sabor agridulce y el color agreste de las madrugadas. En esta espesa sabana del confinamiento trato de no dormir, porque quiero estar alerta para que no me llegue el virus de improviso y se hunda en mi pellejo, porque a los catorce días voy a estar muerto y enterrado. Y peor aún: cremado. Aunque soy insomne afición, de todos modos estoy a ojo de chícharo para no entregarle la zalea a Morfeo; leo y releo a Kafka y a Nietzsche hasta por debajo de la falda, buscando algún parecido entre ellos y Baudelaire, pero ese mayúsculo esfuerzo apaga mis luceros con los que distingo al bueno del malo; y tiro por viaje caigo como res, y ya dormido me “arrremangan” entre sus garras unas horribles pesadillas que ni Villa hubiera aguantado…Y es que tengo mucho miedo de estirar la pata, qué chinga’o!
De veras siento mucho miedo ante la perspectiva del último pujido. Sueño que se viene encima la mancha negra del coronavirus, que enseguida adquiere el rostro de pinches zopilotes que revolotean alrededor de la cama queriéndome sacar los ojos. Y me atrapa entre sus garras un temblor que me recorre el cuerpo, hasta paralizarme el alma, y cuando estoy en el clímax de ese sufrimiento, involuntariamente me orino a gotitas. De veras, siento horror tan sólo al imaginarme muerto. Todas las noches y todos los días me devano lo sesos pensando que al día siguiente no despertaré jamás.Y por eso tengo miedo echarme una pestañeada, porque un malqueriente me dijo un día lleno de ira: ¡Ojalá que te maten dormido…!
No puedo asimilar la idea de que me meterán en una caja. Imaginen, nomás, cómo voy a poder respirar y, peor aún, cómo podré salir de ese pinche infierno si algún día despertara. Y en esas noches de luna atravesada me atrapa otra horrible pesadilla: unos gusanos, con dientes de cuchillo, me filetean sin misericordia: empiezan por lo pies, los muslos, ahí donde te conté, la panza y, cuando están a punto de devorarme los ojos, les grito hasta el desmayo: ¡Hijosdesupinchemadre vayan a comerse los ojos a suchingadamadre! Y al golpe del grito, como si los hubiera ofendido, se transforman en caballos, en hienas y después en viento negro que se ciñe a mi cuello con unas garras de acero para apagarme para siempre el resuello.
Y me despierto llorando, y no les miento, llamo a mi mamá como cuando estaba chiquito, sin albur… ¡Es que me estoy muriendo de miedo por villanía de la pandemia! Esto que les platico con cierta pena, por favor favor no lo anden contando y menos se refieran quién se los contó, porque la privacidad es una joya de oro hasta que alguien la convierte en chisme. Y entonces, sólo entonces, mucha gente empieza a gritarle a uno: mariquita sin calzones. Pero de eso no estamos hablando. Pero todos modos hay le encargo el resguardo mi honor…