EN MEMORIA DEL LUISÓN UN AMIGO DE CORRERÍAS

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ELIO EDGARDO MILLÁN VALDEZ

Como hijos pródigos de nuestro éxodo pueblerino que llegamos muy plebes a la ciudad, o lo que parecía una ciudad, o lo que fue una ciudad, o lo que nunca sería una ciudad, a los pocos nos convertimos en adolescentes. Y como tales hicimos de todo para sobrevivir: vendimos periódicos, limpiamos zapatos, trabajamos en comercios de medio pelo, vendimos tamales, limpiamos los vidrios de las trocas, los foringos, los fiat y los studebaker. Estos trabajos eran alternados con lindas chingas que nos poníamos en el campo pizcando algodón, desyerbando el tomate, regando el trigo, y todas estas faenas las hacíamos con un frío que nos quemaba hasta los huesos, o al amparo de un cabrón calor de 45 grados que ni López Obrador lo hubiera aguantado, a pesar que el prócer de Macuspana aguanta un piano y muchos más…

Y como dicen ahora los demagogos, el trabajo que hacíamos todos los días como niños/adolescentes, a veces estacional y a veces no, lo alternábamos con la culminación de la secundaria, que siempre nos quedó relativamente cerca desde llegamos al pueblo; claro, en comparación con las largas caminatas que teníamos que hacer descalzos para ir a la primaria de un rancho a otro. En esos días de transición al vacío, realizábamos, of course, aquelarres de autoafirmación, que en rigor constituían un rito de iniciación que, a fuerza de repetirlo, nos convertiría en hombres hechos y derechos, según la tradición machista: éramos partícipes de cruentas batallas en el callejón, donde el luisón era una especie de campeón sin corona; también nos íbamos en bola a robar sandías, melones, elotes y naranjas al campo de Jaime Lozano, un viejo que alquilaba a nuestros padres por un simple plato de lentejas. Estábamos tan metidos en esos pequeños hurtos que todo mundo nos señalaba.

Un día de esos días don Jacinto agarró del cuello a Luisón y se lo llevó en vilo a lo oscurito, y con bufido de toro herido, le restregó cuatro/cinco verdades entre ceja y oreja: “Mira, hijuelachindada, si sé que otra vez le andas robándo jilotes a don Jacinto, te voy a colgar de los güevos, cabrón….” Después supimos que aquello que se llamaban robos, no eran otra cosa que legítimas expropiaciones del proletariado infantil contra la burguesía que explotaba nuestros progenitores; por aquello de que ladrón que roba a ladrón tiene 100 años de perdón revolucionario.

Pero el zangoloteo guajolotero que le dieron al luisón no nos hizo desistir de nuestra propensión por lo ajeno, sólo nos hizo extremar las precauciones. Lo que a la postre nos apartó de nuestra profesión de manilargos fue una horrible rociada de escopeta, casi a quemarropa, que nos recetaron una tarde/noche que “expropiábamos” calabacitas. Ese infernal día tuvimos que sacar a rastras de una parcela al chelín que traía, entre el cuero y los huesos, como 7 u 8 perdigones. Ya no volvimos a  robar más; pero cómo sentíamos ganas de hacerlo.

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En esa conjunción de múltiples oficios, acosos y complejos, el profesor Melquiades, quiso obligar al luisón a  cantar el masiosare un lunes cívico: fue tal su terror que se quedó mudo tres días y doscientas noches. No sé si recuperó el habla por las infusiones ruda que me dio mi tía Lola o por el orgullo involuntario que le generó su papá que, al saber lo que me había pasado, me dijo con desprecio: ¡Nunca se te va a quitar lo culón, hijuelachingada…! Desde entonces padece pánico escénico y no pocas veces tartamudea cuando lee alguna reseña de cualquier  libro de Marx. Pero no sé si odiamos más al profe Melquiades  o a nuestros compañeros de grupo, cuya imagen era la cara inversa de la nuestra: se peinaban con pompita, andaban  limpiecitos, con calzoncillos blancos y zapatos lustrados, además les daban para gastar a la hora del receso y, peor aún: usaban un lenguaje medio almidonado que nosotros sólo pudimos comprender muchos años después. El infortunio existencial era nuestro futuro sin futuro.

Menudo problema el nuestro: no podíamos rehacer el pasado campesino de nuestros padres, pero no teníamos, como en Europa, una planta industrial que nos empleara como obreros ante nuestra imposibilidad de tener, como quería el papá del ranges, un empleo de escritorio. Si Engels hubiera sido mexicano y por equivocación tío del luisón, seguramente no habría podido escribir La clase Obrera en la Región del Noroeste. ¿Pero entonces qué hubiera escrito?  Y lo peor, no habría conocido a Marx; pero eso sí, el luisón habría sido su sobrino, lo cual habría sido una  fortuna para el autor de Dialéctica de la Naturaleza…        

 Como no teníamos porvenir, pero como tampoco lo sabíamos a ciencia cierta, nuestra adolescencia se llenó de fantasía leyendo a Chanoc y Alma Grande, Superman, El Libro Vaquero, los pasquines de Walt Disney, las novelas vaqueras de Marcial Lafuente Estefanía; todos esos folletines, por cierto, contaban hermosas historias en las que los buenos siempre le ganaban a los malos, tal vez por eso nosotros, desde aquellos días, ya éramos los buenos de la película. Aprendimos a enamorarnos, faltaba más, con el lenguaje almidonado de lágrimas, risas y amor y los trillers de Corín Tellado; escuchando, además, las novelas radiofónicas nos hicimos un enorme callo para soportar con marcial donaire las telenovelas que inventó televisa como 20 años después.

Y fantaseábamos con los amigos sobre  improbables noviazgos y presumíamos furtivas sesiones de sexo cuerpo a cuerpo con bellísimas como inexistentes chavalas. En esa agitación de la hormona nos peleábamos por las revistas que traían en sus páginas monas bichis, que nos servían, me da pena decirlo, de primerísima materia prima para hacernos justicia por nuestra propia mano. En esa época casi todo lo que sentíamos, pensábamos y queríamos tenía relación con el sexo, tal vez por eso Freud dijo lo que dijo en sus ensayos sobre este demonio que nos robaba la quietud y las buenas calificaciones.

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El luisón vivió muy avergonzado esta etapa, casi al borde del suicidio; pues ante cualquier insinuación de la imaginación sobre el oscuro objeto del deseo que aún no conocía en persona, se le venía la sangre a la cabeza, se le erizaba la piel y se le paraba la cosa nostra como un sonoro brazo de santo. No había fuerza ni razón para calmar ese impulso una vez que se le venía encima. El luisón para disimular la hinchazón, caminaba sacando las nalgas pa’tras, se metía las manos a las bolsas delanteras y caminaba medio atravesado. Qué no hizo el luisón para qué no se le notara lo que era evidente a dos  metros de distancia. No pocas veces el luisón creyó que la única forma de librarse de la vergüenza que le generaba ese muñón irreverente que, por lo general siempre lo cargaba a toda asta, era meterse de cura o de sacristán para que lo caparan hasta la empuñadura, porque por lo demás nunca había visto a un cura recién capón que anduviera lamentándose de la pérdida de ese ser querido.

Pero además el luisón intentó evaporar sus hervores a través de un racimo de remedios asépticos en los que se combinan baños de agua fría serenada con margaritas, sesiones de pequeños latigazos en salva sea la parte para aplacar sus excesos, jornadas de trabajo calvinista hasta que la hormona le rindiera la plaza a la neurona; aciagas prácticas de parpadeo frente al espejo para extirpar de los ojos la humedad de la lujuria;  ejercicios en una raya de cal hasta aprender a caminar derechito y con ello abolir las reverberaciones sexuales del paso zigzagueante; hacer gárgaras de meditación en las mañanas  hasta lograr, como el buen Kalimán, que el espíritu le hiciera  manita de cochi al cuerpo, a un cuerpo  que sólo nos genera pensamientos carnívoros; por supuesto todas estas terapias tenían que ser acompañadas, para garantizar su efectividad, con 20 padrenuestros y 15 avemarías. 

El luisón estaba muy avergonzado con la altivez de su alzado; pero su vergüenza llegó al borde del suicidio su vergüenza cuando se percató que su madre, roja de pena, veía de reojo a las visitas para cerciorarse que no estaban hurgando en la bragueta del luisón su “no tan pequeño tan defecto”. El papá un día le dijo sin ambages, apuntándole directamente ahí: “Tienes que aprender a controlar eso,  a la mejor puedes lograrlo jugando al juego ese de las paradas… Desde ese día se convirtió el hijo de don Jacinto en un futbolista incansable hasta la asfixia. Por lo demás, cómo sufre uno en la primera adolescencia; pero como sufren asimismo los padres. Nadie puede con estos demoníacos hervores; vaya, ni siquiera los enjundiosos sermones de algún cura carismático… Descance en paz el luisón.