FRANCISCO CHIQUETE
Irma Serrano, muerta hoy a los 89 años de edad, terminó como personaje de chunga en los programas de espectáculos, pero fue una mujer fuerte, polémica, y debe considerársele como precursora de la lucha de las mujeres, aunque haya mucha discordancia con los medios que utilizó.
En 1967 conquistó al gran público nacional con su versión de La Martina, una canción de traiciones amatorias escrita desde el punto de vista masculino. Su tono agresivo, su voz deliberadamente rasposa, conquistaron el favor del público, lo mismo que su belleza. En pleno auge de la música folclórica mexicana, competía fuertemente con nuestra Lola Beltrán y con Lucha Villa.
Le escuchamos varios éxitos radiofónicos, como El puente roto, la Canción del Preso, Concha querida, y luego la vimos en el cine, alternando con Santo, el enmascarado de plata y con varios de los galanes del momento, siempre interpretándose a sí mismos, una cantante insumisa.
Pero su momento más fuerte se dio cuando estalló el escándalo de los amores sostenidos nada menos que con el presidente Gustavo Díaz Ordaz cuya fealdad y actitud monacal parecían blindarlo contra cualquier devaneo de ese tipo.
Por esa época nadie osaba publicar nada sobre la vida privada de los presidentes. Si acaso, el detalle de haber contratado a Armando Manzanero para que le escribiera una canción de amor a la esposa de Díaz Ordaz. Parece que fue ayer fue un regalo para doña Guadalupe Borja de Díaz Ordaz y también un gran éxito comercial.
Pero dos años más tarde, después de un disgusto con su encumbrado amante, La Tigresa fue a llevarle serenata a Los Pinos. Cuando él salió a callarla, delante de la esposa se hicieron de palabras, él ordenó que sacaran a “esta señora” de los patios de la residencia oficial y recibió una sonora cachetada.
El asunto se manejó sólo a nivel de rumores, pero en 1978, ya transcurridos los gobiernos de Díaz Ordaz y su sucesor Luis Echeverría, publicó el libro A calzón amarrado, en que confirma todo, además de rumores como el regalo de una elegante residencia por parte de Díaz Ordaz, en cuyo interior apareció, también de regalo, la cama que perteneció a Maximiliano y Carlota, hasta entonces resguardada por el Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec.
De Echeverría dijo que cuando lo enviaba el presidente Díaz Ordaz a llevarle alguna explicación o encargo especial, lo ponía a pelarle las naranjas, a lo que el político accedía servicial y servil.
Desde entonces fue de escándalo en escándalo. Compró el Teatro Virginia Fábregas, una bella joya ubicada en el Centro Histórico. La familia Fábregas, muy poderosa en el medio artístico, se opuso a la operación, pero no pudo impedirla y al final pidió que se conservara el nombre, pero ni eso lograron: Teatro Fru Fru, lo bautizó la Serrano.
Para remachar el agravio, estrenó su compra con la puesta en escena de Naná, la polémica obra de Emile Zolá, en que aparecía desnuda. Por esas fechas, recién llegado a la Ciudad de México, aproveché la cobertura del Consejo Nacional de la CTM, para ir a buscar a los delegados mazatlecos y curar con ellos nostalgias e intercambiar novedades. Lo primero que pidieron fue que los guiara al teatro, para ver a Irma Serrano.
Una vez, al salir del aeropuerto en la Ciudad de México, René Delgado y yo nos cruzamos con ella. Su belleza era impresionante y su exotismo lo acentuaba. Era la media noche y llevaba un maquillaje muy lucidor, como si fuese directo a una presentación; iba cubierta con un enorme abrigo de piel de tigre finamente trabajado.
Inopinadamente le dio por la política, ya no como fauna de acompañamiento sino como parte actora. En 1997 se convirtió en senadora de la República, bajo las siglas del PRD. Aunque no ganó la elección, tuvo el escaño por ser primera minoría en Chiapas, su estado natal.
Sus discursos en la tribuna eran esperados con fruición por los cronistas y por sus rivales políticos, pues aunque sus puntos de vista eran adecuados, su lenguaje era florido y demoledor.
Juan Sigfrido Millán fue senador en esa época (él estuvo los seis años de esas legislaturas, Irma sólo tres) y recuerda con mucho humor el encuentro que presenció entre la excantante y el icónico político panista don Luis H. Álvarez.
Subió Irma a tribuna y dijo un espléndido discurso en defensa de los derechos de las mujeres indígenas de su tierra, violentadas de diversas formas, en una práctica agravada por algún acto específico de esos días. Se acabaron las chungas. El Senado en pleno la aplaudió y respaldo sus dichos. Animado por ese momento, don Luis se acerco a ella e intentó hacerle un reconocimiento.
-La felicito señora y quiero reconocer que yo estaba equivocado, pensando que no tenía usted posibilidades de sostener un debate elevado, pero yo me comprometo a ver que se cambie esa idea, esa imagen que se tiene.
-¿Qué me está usted diciendo, viejito, que usted creía que yo era muy pendeja y ya no?
-¡No señora! ¡De ninguna manera… yo…
¿Cómo no? Ni crea que no le entiendo porque… Don Luis optó por pedir disculpas al vuelo y retirarse con la queja de “así no se puede”.