*Se viven en el país tiempos canallas
*Las agresiones a medios, más allá
*En el caso Atilano: no a la impunidad
FRANCISCO CHIQUETE
Hay términos que van y vienen, que permanecen en el tiempo. La definición de “tiempos canallas” es perfecta para lo que estamos viviendo en un país sacudido por la violencia irracional y por la colusión de servidores públicos (o de quienes deberían serlo) con el crimen organizado hasta niveles que cualquiera hubiera considerado inadmisibles.
Si el asunto de Tlatlaya nos exhibió ante el mundo como una sociedad en la que todavía ocurren irregularidades que no necesariamente son conocidas, la desaparición y muy probable ejecución de cuarenta y tres estudiantes de la Normal de Ayotzinapan, en Guerrero, nos devuelve a la época de las cavernas.
Y si a eso le sumamos un detalle que no por lejano es menor: la ejecución de un hombre en plena cabina de una estación de radio, en un edificio donde además hay un periódico, la conclusión no deja lugar a dudas: vivimos tiempos canallas en los que ocurre cualquier cosa que un país civilizado y en progreso no podría ni siquiera dejar de condenar en una nación bárbara.
En Tlatlaya, como usted sabe, la persecución a un grupo delictivo terminó prácticamente en fusilamiento y fue necesario que desde el extranjero se nos hiciese el señalamiento para que la opinión pública se pusiera al tanto. Hoy existe un procedimiento legal contra los responsables y el propio Ejército ha tomado cartas en el asunto. No podemos sino concluir que ese es el costo por dedicar a labores policíacas a una institución que no está formada para ello. Ni idea tenía Vicente Fox cuando puso en marcha esa maquinaria, ni mucho menos la tenía Felipe Calderón cuando declaró una guerra no calculada sin estrategias y sin alcances.
En Guerrero la política cayó a los peores niveles. Ni las corruptelas de las grandes alturas, ni las ineficacias de la inmensa mayoría de los ayuntamientos habían concluido en hechos como esta desaparición de cuarenta y tres estudiantes, a quienes además ya les habían asesinado a varios de sus compañeros.
Una policía preventiva como la de Iguala que persigue con saña a los grupos estudiantiles, que los enfrenta intercambiando balazos por pedradas, que después de matar a algunos, detiene a la mayoría del grupo y luego se la lleva a ejecutar, a fusilar con lujo de crueldad, y un gobernador que como excusa, dice que a los jóvenes se los llevó el narco, lavándose las manos con una monstruosidad, porque luego se precisó más: los policías entregaron a los muchachos al narco. Y después todavía más: los propios policías son los sicarios del narco.
De algún modo se ha ido orientando todo para que el señor gobernador quede libre de cuklpa. Hasta el gobierno federal había caído en semejante garlito, el que parece haber salido ya, a juzgar por las últimas declaraciones del presidente y del procurador. Pero los defensores de Ángel Heladio Aguirre Riveros deben recordar que ya la policía estatal había agredido salvajemente a los estudiantes de esa misma escuela normal durante una movilización de los muchachos, es decir, se trata prácticamente de una política pública para manejar los asuntos relacionados con estos jóvenes, cuyas conductas podrán ser reprobadas por muchos, pero jamás justificarán el abuso de poder ni la pérdida de vidas humanas.
La política coludida con el narco no se limitó ahí a influencia para que un candidato ganase la elección, sino que llegó al extremo de hacer que los narcos se sintiesen en la posibilidad de aplicar sus métodos de “pacificación y ajusticiamiento”, con el aval de instituciones como el PRD, que por defender un espacio electoral salió a la defensa del gobernador guerrerense.
HASTA DÓNDE HAN
LLEGADO LAS COSAS
En 2010, cuando la ola de la inseguridad estaba en todo lo alto, los grupos delictivos empezaron a hostigar a los medios de comunicación, aparentemente porque decidieron no publicar las llamadas narcomantas que dejaban en lugares abiertos.
La madrugada del tres de octubre, la fachada de El Debate fue baleada desde un vehículo en marcha. Por supuesto, nunca se supo quiénes fueron. Un mes antes, el primero de septiembre de ese año, la fachada del periódico Noroeste fue baleada también: sesenta y cuatro disparos que por fortuna no hirieron a nadie. En la víspera habían hecho llamadas para amenazar porque no se publicaban las actividades delictivas de un cartel en específico. Ni la anunciada intervención de la PGR sirvió para obtener resultado alguno.
Por fortuna, las cosas llegaron hasta ahí. Por fortuna, porque las reacciones policíacas fueron totalmente inocuas. Nada concreto que hiciese sentir a los periodistas con mayores garantías para el desempeño de su trabajo, como no las tenía la ciudadanía para sobrevivir a una situación en que era absurdamente peligroso estar en el lugar equivocado a la hora equivocada.
Hoy, cuando los niveles de violencia son menos escandalosos, cuando Mazatlán es incluso una isla de tranquilidad en el concierto nacional, ocurre el execrable asesinato de Atilano Román Tirado, dirigente comunero de la Picachos. Ocurre en una cabina de radio, hasta donde llegaron los asesinos para cometer el crimen.
La estación radiofónica 970, de ABC Radio, forma parte del consorcio periodístico de la Organización Editorial Mexicana, que agrupa en ese edificio dos estaciones y a El Sol de Mazatlán. Para llegar a la radio hay que cruzar un lobby, franquear una puerta divisoria y luego las dos de la propia cabina. Demasiadas maniobras de desplazamientos para quien debe huir de inmediato, sobre todo porque el periódico está en una orilla de la ciudad; a sus espaldas prácticamente está el mar, con un fraccionamiento de por medio.
Nada importó. Estos delincuentes tenían mucha necesidad de asesinar a Román Tirado y de demostrar que están en plena capacidad de ser impunes, aún bajo circunstancias difíciles.
El subprocurador Antonio Sánchez Solís aclaró casi inmediatamente que el atentado era contra el líder comunero, no contra el medio informativo ni contra el gremio periodístico. Quizá tenga razón –su trabajo será establecerlo y probarlo-, pero la invasión tan alevosa a un medio, la ejecución a balazos transmitida en vivo desde la propia estación de radio, demuestran que el atentado y sus consecuencias son en general contra la sociedad entera, que otra vez se advierte en manos de criminales, ahora con espíritu kamikaze.
Atilano Román era un hombre de controversia. Abrazó una causa que en principio sonó justa y tuvo la simpatía de a sociedad, a pesar de que ésta era atosigada con las manifestaciones de protesta. Fueron muy polémicos los términos de los pagos de indemnizaciones por la tierra arrebatada para construir la Presa Picachos, y muchas veces se puso en duda su destino, pero ni con las más graves acusaciones perdió nunca el respaldo de su gente, al menos la de sus seguidores fundamentales, luego de una escisión ocurrida con los comuneros del municipio de Concordia.
Ya lo dice Mario Benedetti: “los muertos son todos buenos tíos”, pero al margen de polémicas y dudas, Atilano Román era un ciudadano que merece justicia; era un ser humano que deja a una familia dolida que reclama el esclarecimiento y castigo del crimen, pero que incluso con toda justicia asume que esa muerte no debió ocurrir.
Son tiempos canallas en que muchos antecedentes son superados y agravados. Esperemos
que no ocurra así con la impunidad.