Luis Antonio Martínez Peña.
He dejado de ser maestro de escuela en activo y ahora me dedico a vivir de una modesta pensión. En fin me hubiera gustado prolongar más de los treinta y un años, mi estadía en las aulas, pero me ganó el IPAD los celulares y las chácharas de video juegos que los alumnos llevan a la escuela y con las cuales el momento de aprender se convierte en una pachanga. Entonces hice mi solicitud, la cual fue tramitada de manera expedita y aquí estoy ocupándome en cosas que tenía planeado hacer para cuando llegara este momento.
Plantar árboles, cultivar hortalizas, tener una nopalera. Los ingredientes triple “t” los tengo tiempo, trabajo y tierra. Un lote allá, por la zona norte de la ciudad, lo había adquirido cuando quise incursionar en negocio de bienes raíces y fue lo que me quedó del intento. Así que ahora lo dedicaría a la labranza y a pasar unos ratos agradables bajo el sol y la sombra futura de los árboles de ornato y frutales que plantaré. Frente a mi terreno hay un área extensa que en el futuro será una plazuelita y ahí quise plantar unos árboles, pero me salieron con que había proyectos de kioskoo de pueblito, canchas de basquetbol, tenis y hasta alberca, y que no debía plantar árboles que luego tuvieran que arrancar de raíz; con mucha muina tuve que sacar de ahí unos venadillos que había plantado, pero dejé tres nim de recuerdo. Los nim ya crecieron y me dan sombra y el kiosko de pueblito y los sueños de canchas deportivas y jueguitos infantiles, siguen a ese nivel, y la futura plazuela es un monte feraz que reverdece en cuanto llueve y se hace hierba seca en cuanto llega el estiaje. Mis nims están verdes y su sombra se extiende cuando sale y se retira el sol. Como la voz del señor que manda en la colonia fue tajante y no me gusta discutir. Entonces me fui a mi terreno y ahí planté mi árbol de orquídeas a pie de banqueta, en la barda del fondo unas enredaderas de copa de oro para darle color y unas pencas de nopal de Castilla, pencas grandes y jugosas. También planté un arbolito de noni y unas chirimoyas.
Desgraciadamente a los días mis pencas de nopal y arbolito de noni no soportaron el paso, peso y muelas de unas vacas que con pasmosa y estúpida paciencia devoraron todo lo verde que había a su paso. La cantidad de boñiga esparcida por el terreno las delataba. Aun así, ante mi reclamo, el dueño de las vacas me salió con el cuento de que no hacían daño a nadie y que mejor cercara. Como el dueño de las vacas tiene el cerebro en la misma etapa de desarrollo que el de sus rumiantes, hice caso a su recomendación, además, cercar ya estaba contemplado en el proyecto y lo había venido posponiendo.
Por esos rumbos de la ciudad todavía uno encuentra gente dedicada a las labores del campo, los hay agricultores, ganaderos, vendedores de queso, leche y de pan de horno rustico. Así, que preguntando quien podía llevar a cabo la obra de cercado me encontré con Elpidio Páez o Paiz, un hombre que parece que nació con el machete en la mano, pues aun frente a las personas lo blande de un lado a otro como cortando el viento y la hierba. Elpidio se plantó frente al terreno y empezó a caminar con pasos largos al fondo y luego por los lados y al final, me preguntó que de cuantas líneas quería el cerco; yo le dije que de tres, pero él me dijo que si quería que no se metieran las vacas y se le dificultara el paso a las personas que lo hiciera de cuatro y quedamos en eso. Los puntales o estantes él los consigue con un amigo de un pueblo vecino y luego me dijo que de qué lado quería la manga o puerta del cerco, quedamos que a la izquierda y que tuviera la amplitud suficiente para que pudiera entrar sin dificultades con la camioneta. Yo quedé de llevar el rollo de alambre de púas y las grapas.
Con Elpidio venía su primo Rafael o “Rafail” como le decía Elpidio. Rafael, un hombre delgado, correoso y pequeño de estatura, usaba una camisola de mangas largas de color caqui y una gorra de béisbol mugrosa, unos jeans que le arrastraban, parecía que las bolsas traseras le llegaban al suelo y sus pies calzaban unas botas sucias y con la suela gastada. Toda su imagen era la de un peón de campo típicamente sinaloense, bajo la gorra se veía algunos mechones de pelo castaño y en su rostro requemado por el sol destacaban unos ojos ´pequeños, de color verde bajo unas cejas pobladas y una nariz rojiza.
Elpidio dijo que al día siguiente con los materiales se iniciarían los trabajos de excavación de los pozos y por la tarde se instalarían los postes y el alambre, para terminar en un solo día la tarea.
Al día siguiente y muy temprano me planté en el terreno con el alambre, cuando llegué me encontré a Rafael; protegía sus manos con guantes de carnaza amarilla y con una barra cavaba los pozos para los postes sobre unos manchones de cal. No estaba Elpidio, pues había ido al pueblo para traer los troncos que servirían de postes. Rafael manejaba diestramente la barra y se complacía al excavar profundo en el suelo. Me acerqué a Rafael y con el machete corté la hierba del terreno vecino que invadía la línea del cerco. Cuando apenas me concentraba en mi tarea. Rafael me preguntó si conocía la historia del General Juan Carrasco, le dije que si y le informé grosso modo de mi trabajo como maestro de historia.
-Juan Carrasco era de por aquí…bueno del pueblo del Potrero, pero andaba por aquí en los pueblos del Quelite y del Habal; de la Puerta de Canoas hasta La Noria y cuentan que por aquí entre el Chilillo y el Venadillo hacía sus trafiques de carbón y cal con unas recuas de burros y mulas. Conocía todos los caminos, atajos, arroyos, quebradas, rincones y aguajes, por eso los federales nunca lo pudieron agarrar.
Al ver tal sapiencia de región y personaje atrajo más mi atención y la plática se fue por ahí.
-Mi apa Rafail, no mi padre, sino mi tata, bajó de por allá del pueblo de San Marcos. Estaba chavalillo y lo trajeron con la promesa de un caballo y un rifle y que lo que jallara y ganara sería para él. Luego le pagaron sueldo y le prohibieron robar y pos ya no le gustó. Pero le gustaba el barullo y andar al lado de Carrasco. El general era muy amiguero y a todos sus hombre los conocía, a unos de nombre y a otros de apodo, sabía de quien eran las vacas y apartaba y cuidaba las de los amigos, pero a unos que se habían ido a Mazatlán con los federales a esos se les comieron todas las vacas, cerdos y gallinas. A unos hasta las casas de los ranchos las quemaron y desbarataron las hornillas, pa´ que no quedara nada.
Yo había conocido algo de las historias de Juan Carrasco, su retrato de Martín Luis Guzman de jalar la banda en Culiacán y pasear en un carruaje acompañado de mujeres alegres; y sus ocurrencias, cuando a manera de burla y de contrabando hacía traer cajas de cerveza de la que se fabricaba en Mazatlán al campamento del Venadillo o de la Isla de La Piedra para refrescarse él y tener contentos a sus allegados. Pero no me sabía las historias que me contaba Rafael y su veracidad no era de cuestionarse, pues hablaba de Carrasco a través de las historias que su abuelo les había contado a sus hijos y nietos y cuyos ecos me llegaban. Me imaginaba al joven Rafael, soldado de Carrasco con su camisola caqui y sus calzones de manta, su carabina y pistola, sus huaraches de correa, cabalgar del Venadillo al Conchi y de ahí hasta los esteros de Urías para impedir la salida o incursiones de los federales de Huerta sitiados en Mazatlán. Cobrar multas y expropiar mercancías que provenían de la sierra o por el camino nacional. En este punto me quedé pensando.
Fue cuando Rafael me dijo que Carrasco había enterrado varios tesoros, de los cuales no pudo disfrutar en vida.
-¿Tú crees en eso?
-No sólo creo. Hasta estoy seguro que en estos terrenos están enterradas algunas barras y monedas de plata. En una de estas – clavó con fuerza la barra para pegar en seco con el duro barrial- nos hallamos el clavo y nos hacemos ricos, ¿cómo la ve maistro?
Sonreí y para mis adentros di bendiciones al cielo por la inocencia con la que éste émulo de Apolonio, el ropavejero del Ánima de Sayula, quería salir de pobre.
-No me cree… pero yo lo que digo es cierto, pues mi apa Rafail fue con Carrasco y con pena de muerte y los ojos vendados lo sacó del campamento del Venadillo, traiba una mula cargada y lo llevó hasta un paraje donde había unos ébanos y ahí escarbó un pozo y enterraron unos morrales de lona con barras y monedas. Clarito recuerdo que mi apa platicaba que Carrasco le clavó la mirada y le puso la pistola en la cara y le dijo –Mira Rafail ésta cosa no se sabe cómo va acabar; así que hay que guardar dinero, porque las vacas flacas como se van regresan, y pa entonces tenemos esto.
Luego al tiempo, Carrasco se fue para otros lados y mi abuelo estuvo con él en la Muralla de Escuinapa en contra de los villistas de Buelna que dominaban Tepic, pero ya de ahí mi apa se regresó, con una bala en la pierna y anduvo rengo hasta que se murió. La bala se le quedó pegada en el hueso y la pierna se le fue secando. Carrasco murió, también lo mató el gobierno y ya nadie quiso moverle.
– y ¿el tesoro?
-Pues está enterrado por aquí, porque los ébanos nada más se dan de la sierrita a la costa y por aquí todavía hay muchos y me mostró uno a unos cuantos metros atrás de la barda.
-Pues síguele escarbando porque ya traemos mucha platica y hay mucho sol.
A las diez de la mañana ya estaban hechos la mayoría de los pozos y Rafael se fue a tomar agua de su galón de plástico. Y cuando soltó la barra me dijo –por qué no cala usted, luego se ve que es una persona con buena suerte. Sonreí y le pedí los guantes de carnaza y le dije
-Te voy ayudar con dos pozos en tanto descansas. ..
Tomé la barra, y di golpes en firme sobre el manchón de cal. A unos cuantos golpes la barra dio con algo de metal, era una hoja de hierro oxidada; volví la mirada a donde estaba Rafael a la sombra del nim con la boca pegada al galón bebiendo agua, y le grité. -¡oye Rafail ya encontramos el tesoro! A quince metros de distancia sus ojillos se abrieron y brillaron de alegría y se vino corriendo. Vio el fierro y quitándome la barra cavó con premura; poco a poco, el pozo amplió su boca y del fondo fue saliendo el perfil de una reja de arado. Nos miramos, él con ojos de desilusión y yo admirado por haber encontrado una reja de arado. En silencio Rafael tiró la barra y desilusionado se fue a seguir su descanso a la sombra del árbol, y ptresentí que lloraba, pero no quise averiguar; tomé la barra y terminé de sacar la reja y junto a ella encontré una herradura y una espuela, todos estos enseres sucios, carcomidos por el óxido y por el tiempo.
Cuando Rafael me vio subir a la caja de camioneta la hoja de arado, la espuela y la herradura se sorprendió.
-Pa´ que quiere eso, si son puros fierros oxidados.
-Es mi hallazgo Rafael.
-¿qué hallazgo?
-pues mi tesoro.
– Eso no vale la pena, ni la cargada a la yarda.
–Las llevo de adorno.
¿A su casa?
-Si.
-Pues yo no llevo cochinadas, si no es el tesoro de Carrasco.
-Pues síguele escarbando, porqué ya nos ganó el mediodía.
Cuando pasó el tiempo y el cerco estuvo listo, empecé a cultivar mis nopales y a disfrutar de sus pencas; cuando veo el viejo ébano atrás de la barda recuerdo el tesoro de Carrasco, no la plata, sino el tesoro que hay en la imaginación del pobre Rafael. Una imaginación cultivada con los relatos de su abuelo que se llevó a la tumba una bala pegada al hueso de la pierna como recompensa a sus correrías con el General Juan Carrasco.