En nuestro camino paramos nuestro bocho y le preguntasmos a doña María: Señora por dónde podemos llegar al basurón. Se nos quedó viendo a los ojos y nos contestó: “A ustedes no los van a dejar entrar y menos si llevan una cámara fotográfica” Mi discípulo y yo nos quedamos viendo una lejana humareda y enseguida expresé, como no queriendo la cosa: `¿Ha chinga`, a poco es tan delicado el asunto? La doñita me reviró: “Pos nomás inténtelo y lo veré que los retachan pa tras”.
Nos lo dijo en tono retador, al tiempo que a sus ojitos le salían lágrimas negras, como en el bolero cubano, que cantó muy adolorido Compay Segundo. Doña María nos nos desanimó. Más bien encendió nuetra malsana curiosidad de saber que estaba pasando en ese dizque Infierno, en ese Averno, que le sirvió a Dante Alighieri para redactar La Divina Comedia, la cual noveló el autor aproximadamente entre 1308 y 1321.
Después de ese minúlsculo diálogo nos montamos al bocho y nos fuimos de volada sin despedirnos. Tras sortear hoyos y vericuetos que parecía nos nos llevaban a ninguna parte. Por fin llegamos a las puertas de ese infierno. Un señor que hacìa las puertas de cancervero, cuya imagen se parecía a la de San Pedro, nos paro la wawa y nos dijo en tono perentorio: “Aquí nadie pasa, sòlo los carros de basura y los pepenadores pasan y menos entran los que portan cámaras fotogràficas, como ustedes.
Su voz sonaba rasposa y lejana como si estuviera en ultratumba, pero a pesar de cuidadosa negativa, sabíamos que la corrupción es el aceite que que hace caminar la desvencijada maquinaria de nuestra Res Pública, son sin los cuidados del caso.
Le ofrecimos al ñor una `corta’ para que nos dejara pasar: “Esta bien nos dijo, pero favor no tomen fotografìas” al tiempo que se echaba a la bolsa los cien pesitos que le regalamos”, no sin antes voltear a todos los lados para cerciorarse que no lo estuvieran viendo, porque podía ser despedido de su trabajo.
TROPEZAMOS UNA FRONTERA DEL INFRAMUNDO.
Antes de emprender el vuelo al inframundo, le preguntamos al mismo funcionario: ¿“Amigo, cuál es la ruta más cercana para llegar al basuron”? Vaya, nos contestó sin mirarnos y con un dejo de ausencia, como si solamente hablara para si mismo: “Sigan el rastro de los zopilotes, ellos los llevarán hasta el corazón de esa pestilencia”. Ante esta certidumbre del ñor, alzamos la cara al cielo y después, no sin estremecernos, vimos que volaban una mancha de pajarracos que, con marcial donaire, vimos una mancha que solìa reinventarse a colores: en negro, gris, amarillento, azuloso, rojiozo y de el color que se les antojara a esas aves. Parecían una atmosfera que tenía un parecido semejante al que nos deja ver Marte, cuando el Discovery Channel le entran las ganas de asustarnos.
Tras esas señales nos fuimos de tumbo en tumbo en muestro pequeño volkswagen, siguiendo el rumbo de los zopilotes, que no solamente a buen recaudo para no ser agredidos por los pepenadores; no obstante estaban también sembrados a flor de tierra comiéndose a los perros, los gatos y las bestias que estaban muertos en el camino, salpicados de pus, de moscas, gusanos en toda su pestilente pelambre. Ante esa imagen dantesca, mi compañero empezó a vomitar.
Tuve que parar nuestra travesía que nos dispensaba el bocho y para que no guaguariara porque ya era de una especie en extinción.
Al ver y oler la basca de mi discipulo de armas, dos que tres buitres se abalanzaron a deglutirselo, a pesar de las pedradas y pedradas a pesar de las patadas y las pedradas que les sorrajamos entre ceja y oreja. Uno de ellos se filtro tan cerca de su cabeza que le dejo unas tripas podridas de caballo. Después de nuestro esfuerzo, presuroso intenté subirlo y subirme al carro, antes de que lo confundieran con otra carroña y en un descuido a mi también.
A gritos y ha sombrerazos mandamos a freir chuales a esos pajarracos asquerosos. Tan violenta fue nuestra reacción que, en una de ellas, se me escubulló una porquerìa en los màs profundo de la garganta. Mi ascómetro no la soportó, a tal grado fue mi repulsión que me dieron ganas de “gomitar”, pero me aguanté como los meros hombres, pues no iba el mal ejemplo a mi alumno, que para esos momentos bosquejaba una “tesis” sobre el basuron y sus beneficiaros.
LLEGAMOS A LA TIERRA DE LAS ÁNIMAS.
Ya medio repuestos enfilamos hacia el Basurón, pero como a los cien metros mi compañero de travesía me dijo, con una voz muy apuñalada: “Porqué no nos devolvemos y mandamos todo esto a la jodida”.
No le hice caso, simplemente aceleré el bocho sin mayor contemplación, llevándondome entre las llantas a perros, gatos agonizantes o muertos en el centro del camino que parecía vereda. Al llegar a la orilla del basurero subimos una loma y luego otra y de pronto ese valle de la ignominia se nos abrió como ramo de jacintos.
Jamás en mi dilatada vida, jamás había visto tanta suciedad acumulada. Había montones sobre montones de papeles, ropa hecha giras, toleladas de figuras de plástico y de vidrio, en los que volavan y/o nadaban en los hocicos de animales moribundos o muertos, chorrendo de babas, de sangre y el devaneo de las cucarachas.
Y aquí, allá y aculla habían humaredas de pequeños o grandes incendios, que se combinaban con la peste irresistible que nos produjo y, no sé porque ganas de dormir.
Debajo de una loma de porquerías y sobre ese cochinero, encontramos a más de 300 hombres y mujeres ennegrecidos de polvo, mugre, peste y quizá el olvido; pero detrás de su grisura; parecían seres transparentes, tal vez la suciedad que los habitaba los había convertido en fantasmas, pues sus cuerpos y sus rostros parecían una versión corregida y aumentada de las peores escenas que escribió Dante Alighieri en la Divina Comedia. Y cómo no iban a parecer fantasmas, si chambeaban sin ropa adeduada, sin botas, sin guantes, sin mascarillas y con poca comida y casi sin agua.
Quién sera ese desalmado patrón que los ha mandandado casi desnudos a ese inmenso campo de concentración, en el que los pepenadores suelen fallecer, ahí la muerte tiene permiso para llevárselos al panteón.
Pero siempre hay un grado de inflexión que les parte el alma en dos al más templado y a veces en triste al mismo tiempo en mil pedazos. En esa marcha de hombres y mujeres y, por supuesto, de niños, por lo general es tal su resignación, que bailan, cantan y juegan al ritmo de “Yo soy la princesa del Conde de Oré, si usted no me quiere yo no sé por qué”
NUESTRO SILENCIO SE COMIÓ NUESTRAS PALABRAS.
Y en ese doloroso fandango las pequeñas Princesas e imaginarios Condes, jugando y jugando escondían su mendicidad que les deparaba el futuro sin futuro. A un lado de esa círculo, estaba una madre con dos niños, uno tomado de la mano izquierda y el segundo sostenido con la derecha para darle de mamar de su enjuto pecho, pero al mismo tiempo esa mamá solía pepenar cosas baladíes para venderlas en la tarde por un plato de lentejas. Y arriba de ese cielo los zopílotes revoloteaban sonriendo de esa tragedia que batía ese muladar, de ese muladar donde la esperanza de vida de había convertido en una bagatela.
Y mi discípulo y yo habíamos ido a ese muladar a platicar con los pepenadores, pero cómo hacerlo, carajo; si su circuntancia si su trabajo poseía una gramática que decía más, mucho más que nuestras palabrejas.
De qué podíamos hablar con ellos y ellas, chinga´o; de qué hablar… porque de ese muladar todos los rollo salían sobrando. Pudo más nuestra pena que nos enmudeció, que la inmensa vergüuenza y nos hizo tomar las de Villadiego; porque además si nos preguntaban que demonios está haciendo ahí, tal vez hasta nos hubieramos vuelto mudos, tal vez nuestra huida nos evitó que nos hubieramos vuelto mudos o quiza tartamudos. En esa huida se nos vinieron las lágrimas encima, a tal grado que mi bocho se inundo.
LAS LECCIONES DEMARCO ANTONIO ES CALANTE.
En la estampida recordamos a Marco Antonio Escalante, que nos había comentado que la basura del basuron estaba contaminando los mantos Freáticos, al mar, el aire y con ellos a todos nosotros. Nos dijo también en una conferencia que el basurón nos estaba matando lentamente a todos. Me gustaría decirle a este gran ecologista de a deveras, que ese averno estaba sobre todo matando a los pepenadores, a ciencia y paciencia de las autoridades.
Cuando salimos del basurón más cabisbajos que un boxeador que noquean en el primer raund, llegamos a una colonia en la que habita doña María. Como a veinte metros divisamos una inmensa cola que estaba compuesta por indgentes buscando un mendrugo, a lo lejos se miraba un candidato buscando al municipio, dándoles algunos mendrugos que jamas les quitaría el hambre.
Este político se sentía como un santo repartiendo nuestro dinero, el cual si ganaba la elección entonces todos podríamos volvernos pepenadores.
Esa noche mi discípulo no pudo dormir y yo, con más experiencia, me tomé una pastilla de Clonazepan y me dormí, pero al amanecer anduve todo el día entelerido de rabia y con la vergüenza de no hqcer nada por la gente que sufrre, como los pepenadores.