Todos nos apoyamos pero todos nos tememos
FRANCISCO CHIQUETE
La sentencia del coronavirus nos ha vuelto temerosos hasta de los nuestros. Hace muy pocos días, cuando todavía era una amenaza sin forma, esperaba a mi hijo en la central camionera cuando entró a la sala de espera un par de muchachos, Uno tosió y todos nos pusimos en alerta. Hasta su compañero apresuró el paso no sólo para evitar la contaminación; también para escapar del juicio público que condenatoriamente ejecutaban nuestras miradas.
La última vez que fui al centro de la ciudad las calles ya estaban solas. Aproveché la salida a un desayuno para ir también a la peluquería, antes que nuestra amiga Mony se expusiera más a los contagios. Poco tráfico, pero los pocos «cajones» de la calle estaban ocupados. En cambio el estacionamiento contiguo al Allegro lucía completamente solo. Mire cómo nos tiene el coronavirus, me dijo el encargado. Al regresar había dos coches más. No hubo otros clientes.
El fin de semana no tuvimos el encuentro dominical con mi suegro, en cuyo derredor la familia se congrega religiosamente cada domingo para llevarlo a desayunar. Sólo tres de sus hijos y un nieto estuvieron en su casa, donde el Rafa ya había empezado a servir el menudo comprado al paso.
Años sin faltar al “desayuno de los viejitos” (así lo bautizó Ofelia mi esposa), cada lunes en el Allegro. Hasta los orejas que de repente aparecen por ahí deben habernos extrañado. Soy candidato por cuatro costados, diagnosticó mi compadre Fernando para explicar por qué no iría. Enrique perdió la votación ante sus hijos y Mahatma se solidarizó. Sólo Manuel se mantuvo en sus trece y fue por el honor de la mesa que nos reservan.
Por supuesto el WhatsApp ha sido la alternativa frente a la ausencia. Por ahí pasan todos los asuntos de trabajo, de esparcimiento, las consultas y por supuesto, los últimos gritos en derredor de la pandemia, sus rumores y exageraciones, las nostalgias por parrandas que de todos modos ya no eran y el asombro del compadre Mario, que de callejero absoluto, ha pasado a ejercer el divino arte de la cuchara sin miedo a la burla que tanto hizo de los mandilones.
Una noche el teléfono trajo la voz del Elio, con la recomendación de “no salgas, que está cabrón, yo de aquí no me muevo”, como una muestra de la solidaridad subyacente en este drama. Y la voz desgarradoramente desaprensiva de mi hermano Chito, que con toda displicencia me aclara “No hombre, hermano, son mentiras todo eso, déjate de cosas”.
La noche del miércoles Mahatma me da la nueva: ahora sí ya es candidato Chiquete, ya se confirmó un caso en Mazatlán, ya nos anda más cerca.
Ese caso mostró todas las pasiones del mundo. En las redes, por supuesto.
Algunos lamentaron que su hubiese expuesto la identidad del médico contagiado y condenaban la intensa lapidación digital que sufrió. Del otro lado, la integrante de un chat de exalumnos de la federal soltaba su condena al irresponsable que vino de Europa directamente a operar y a dar consulta. Su enojo era mayor que cualquiera otro porque tres días después del regreso llevaron a su mamá a consulta precisamente ahí donde él despacha.
Este jueves todos aplaudimos la decisión finalmente anunciada de cerrar toda actividad gubernamental no imprescindible, pero al mediodía llega la llamada de una amiga de muchos años cuya angustia es evidente y audible: su esposo requiere de un tomografía del cerebro pero en el ISSSTE, de cuyos servicios “disfruta”, le dijeron que todo está suspendido a causa del coronavirus. El caso es dramático porque el tiempo cuenta mucho para la vida o integridad del paciente, pero la burocracia entendió que se debía ir a casa, sin asumir que esos servicios sí son imprescindibles.
Los chats estallan contra López Obrador por su insistencia en que él avisaría cuándo debíamos encerrarnos, y en que mientras tanto podíamos seguir yendo con la familia a restaurantes y fondas, pero sobre todo por basar su estrategia personal en las estampitas del Sagrado Corazón de Jesús, aunque el gobierno anunciara medidas en contrario. Por supuesto, también están los defensores que insisten en colocar a la pandemia en el centro de la lucha de clases, porque “el virus vino a México en avión, con boleto de primera clase”, hasta llegar a la grotesca declaratoria de inmunidad de los pobres, que tiene en el centro de la mala fama al gobernador poblano Miguel Barboza.
Por mi barrio, como seguramente ocurre por todos los barrios, hay una notoria baja en el paso de gente y de vehículos, aunque la actividad no está muerta: una vecina sale como todos los días a barrer su banqueta y buena parte de la calle como ha hecho toda su vida. El señor que vive enseguida sigue saliendo a las tiendas, feliz de ejercer su movilidad tras un severo daño a su pierna izquierda. Es la cotidianeidad que se resiste a desaparecer.
Sin embargo esta mañana cuando salía a poner la basura en la calle, vi que venía de la otra acera una señora. Me esperé un momento para no quedar muy cerca de ella (sana distancia) al mismo tiempo que ella prologó su cruce del arroyo de la calle, para subir a la banqueta más adelante.
Normalmente las desgracias en Mazatlán acercan a la gente. En una lluvia torrencial, en un ciclón, se acerca uno a las personas en la calle para saber si se les puede ayudar. Hoy por el contrario, nos repelemos, y así debe ser.
Esto sólo me había pasado hace unos 32 años, cuando nuestra ciudad se vio conmocionada por un crimen atroz: una joven muchacha fue asesinada en la esquina del asilo de ancianos, al amparo de la oscuridad. Le dieron múltiples puñaladas y la dejaron ahí hasta desangrarse.
Todo Mazatlán se estremeció por el crimen y por los rumores que se desataron en su derredor. Se habló en los días siguientes de nuevos apuñalados, de un asesino serial, de la ineficacia policiaca ante “la ola de crímenes” que no existieron.
Una de esas noches caminaba hacia el restaurant La Chiripa, por la Belisario Domínguez, cuando vi venir a alguien por la otra acera. Cuando nos acercábamos vi que él cruzaba la calle y decidí cruzar yo también para evitar el encuentro. Sólo ya cuando estábamos uno y otro fuera de alcance, me di cuenta que era el pintor Carlos Bueno, a quien le confesé avergonzado que lo había evadido por el temor de ese tiempo. No te preocupes Chiquete, me dijo con su tono que arrastraba las palabras: yo también te saqué la vuelta de puro zacatón, porque no te reconocí.
El miedo siempre ha sido canijo