A la calle sin paranoias tras Completar la vacunación: LA LIBERTAD ES BELLA
FRANCISCO CHIQUETE
Este miércoles cinco de mayo terminamos el plazo. Oficialmente somos libres gracias a la vacuna Sinovac, con sus dos dosis y los quince días posteriores de resguardo. Tuvimos salidas ocasionales, casi siempre obligadas, pero fue un año dos meses de ausencias y contenciones casi traumáticas.
Es cierto que las autoridades médicas, incluida la OMS, advierten que debemos seguir guardando la sana distancia y demás medidas y que aún somos susceptibles de contagio, pero con todo, han quedado atrás las paranoias de amanecer con la garganta rasposa, interrumpir una plática con tos de viejito o sentir el paso relampagueante de un dolor de cabeza y pensar automáticamente que ya nos había alcanzado el virus.
Ha sido un año dos meses de temores compartidos con todos, de angustias por uno mismo y por el entorno familiar y amistoso. De planear escrupulosamente cada salida a la tienda, a la farmacia o a las actividades laborales, para evitar otra vuelta; de lavar obsesivamente cada paquete de compras, cada bulto de mercancías, cada cosa que llega a la casa, incluso de sanitizar las suelas de los zapatos y de acostumbrarse al permanente olor del gel en las manos viscosas de ponerse una capa sobre otra.
Tiempo de indignación al escuchar al presidente cuando recomendaba seguir saliendo porque no pasaba nada; que la bondad del pueblo mexicano lo mantendría a salvo; recomendar el uso del “detente” y otras estampitas; de desestimular el uso de los cubrebocas; de ver venir la enfermedad sin hacer nada, desaprovechando los valiosos meses de experiencia que brindaron anticipadamente los países europeos (que tampoco aprovecharon sus propias vivencias).
La angustia de ver cómo seres muy queridos empezaron a ser parte de la estadística, primero de lejos, como el admirado Óscar Chávez; luego más cerca como el entrañable Abraham García Ibarra, hasta llegar finalmente al entorno familiar. No la lleven al hospital, ya no la vamos a ver, clamó una de las hermanas cuando otra empezó a mostrar los síntomas. Sí la vimos, por fortuna. Nos la regresaron el mismo día diciendo que no tenía Covid 19, aunque sus malestares seguían igual. Una semana después llegó el resultado de la prueba. Sí lo tenía. Mientras, ella sola enfrentó al terrible mal, con el apoyo de un modesto médico de farmacia.
Un año terrible, de cifras, de casos en la televisión, de crecimiento vertiginoso de las muertes y de fracasos en la estrategia de contención, que pronosticaba unas seis mil fallecimientos y “en un caso muy catastrófico, sesenta mil”. Año de enojo al ver cómo la orientación a la sociedad se convertía en actos de charlatanería televisada y el charlatán era elevado a la categoría de héroe por la autoridad que no supo asumir su responsabilidad.
Fuimos de la comicidad de la escasez de papel sanitario al sofoco de ver a la gente mendingando un tanque de oxígeno y peor aún: de enterarnos cómo hasta eso les robaban, o cómo los trabajadores de la salud eran agredidos por sus vecinos considerándolos fuente de contagio, cuando arriesgaban su propia vida por salvar las de otros.
Mientras el presidente ofrecía que podríamos salir de regreso en quince días, su experto hacía malabares para decir sin que pareciera desmentido, que los adultos mayores tendrían que resguardarse quizá hasta agosto, plazo que se extendía una y otra vez, como los anuncios de que “ya se domó la pandemia”.
También compartimos el júbilo mundial por la creación de la vacuna, y las zozobras porque no terminaba de llegar a ningún lado; las esperanzas de escuchar las millonarias compras de dosis anunciadas por el gobierno mexicano y otra vez la desilusión de saber que no llegaban y no llegaban. Ver cómo afloraban los sentimientos negativos al escuchar que el presidente, en medio de la oleada de muertos, anunciaba la generosidad de ceder algunas de esas provisiones a países pobres, mientras los más pobres seguían muriendo aquí (ahí estallaron nuestros rescoldos del internacionalismo proletario).
Y un día, con todo y las medidas de prevención, el virus se introdujo a la casa. Ofelia mi esposa, con toda su responsabilidad y acuciosidad preventiva, fue declarada infectada, pese a que una semana antes un médico le dijo que no porque la tomografía no mostraba daños. Cuando su prueba dio positiva mi hija y yo tuvimos que ir a hacer las nuestras, con la certeza hipocondriaca de que habrían de ser positivas también.
La joven encargada fue cuidadosa, eficiente, pero preparándome quizá involuntariamente para la peor, me preguntó por mis comorbilidades: azúcar, alta presión, edad, enumeré ¿nada más? Y el sobrepeso, completé mencionando lo obvio.
La prueba, como hoy todo mundo sabe, consiste en la introducción de un isopo por cada una de las fosas nasales y por la boca para recoger muestras en la garganta. No duele, pero genera cierta molestia. Al regreso me sentía como aquellas tardes de la adolescencia en que regresaba a mi casa después de haber permanecido horas de horas en la Playa Norte, durante las cuales me arrastraron varias olas cuyas aguas se introdujeron a la nariz y la recorrieron hasta que salvadoramente podía sacar la cabeza en el último momento.
Tanto mi hija como yo salimos negativos, sólo había que concentrarse en Ofelia. Como el cierre del vestido de la Amelia (canción de Sergio y Estíbaliz), sube que sube baja que baja, corre que correrás, de la puerta de la recámara de confinamiento a la cocina, al patio, a algún mueble donde guardaba algo de necesidad inmediata, todo lo que se le puede ocurrir a un enfermo. Para colmo apareció la ciática y los escalones se volvieron una tortura sobre la que quedaba buena parte del té, del agua requerida.
Con esa presión una de aquellas medianoches se me disparó la presión y hubo que ir a dar al Sharp, donde evidentemente tendría que se evaluado antes como probable víctima de Covid (“para descartar”). Me cobraron cinco mil pesos por decirme lo que yo les había explicado al llegar: que llevaba la presión alta. Por fortuna me “perdonaron” la tomografía.
Fui de todos modos a hacerme la prueba de anticuerpos antes de acudir con mi médico internista. Negativa también.
No ha habido punto de reposos. Mi hijo en Guadalajara nos anunció que dio positivo pero que no tenía síntomas importantes, de modo que seguiría trabajando desde su casa. La juventud se impone, pero fueron quince días de tensión que por fortuna terminaron bien; después los contagiados fueron otra hermana y su esposo.
A esas alturas el país hervía en contagios, muertes y carencias; los músicos recorrían las calles con sus ritmos en busca de la caridad pública, que nunca faltó; lo mismo hicieron las meseras (algún amigo confesó haberse escondido por temor a ser reconocido por trabajadoras de alguna cantina “y con mi vieja por un lado, imagínate”).
Aunque usted no lo crea, en medio de todo eso el gobierno municipal lanzó las convocatorias correspondientes a las fiestas de carnaval del 2021, confiado en que para febrero ya la vacuna sería de aplicación general. Por fortuna la opinión general ganó la batalla y los obligó a renunciar a la organización y los probables caiditos.
Por supuesto la fiesta no se detuvo. Cada fin de semana siguieron sonando las bandas y los aparatos de sonido por diversos rumbos de la ciudad. Si llegaba alguna patrulla a disolver el festejo siempre había modo de arreglarse o de no hacer caso. Tuvimos beisbol con gente en el estadio, tuvimos festejos de navidad y año nuevo en todos los rumbos, aunque muchas familias los hicimos sin invitados y a puerta cerrada. ¡Tuvimos Serie del Caribe! Y tuvimos reactivación de la hotelería, para alivio de la economía de miles de personas.
Ya entrado este año empezaron a llegar las vacunas. Como no había muchas, pese a los anuncios de compras millonarias, empezaron por los pueblos pequeños, para poder decir que ya había municipios donde estaba protegida toda la población de adultos mayores.
Pero ahí sobre todo, mucha gente rechazó la vacuna, así que los brigadistas tuvieron que inocular a quienes estuvieran a la mano, para que el líquido no se echara a perder tras su descongelación. Se empezó a correr la voz y en cada sitio había tantos fuereños como lugareños.
Así caímos mi suegro, mi esposa y yo al Aguacaliente de Gárate, en el municipio de Concordia. El primer día nos devolvieron, pero nos dieron la esperanza de una ficha efectiva para el martes nueve de marzo (al día siguiente). Volvimos y padecimos otra vez la desorganización terrible afuera de la escuela habilitada como centro de vacunación, pero una vez adentro todo cambió. El orden era absoluto, lo mismo[FCC1] que la eficiencia y la relativa comodidad del cobertizo escolar.
¿No le dio pena ir a adelantarse? Me preguntó mi amigo Mahatma. Al contrario, le dije. Me enorgullece haber contribuido a que no se echaran a perder tres dosis que en todos lados son tan necesarias.
De acuerdo con las autoridades médicas, tener una dosis es casi como tener nada, de modo que los cuidados siguieron y siguieron. Llegó la vacuna a las áreas urbanas y finalmente llegó la segunda dosis al Aguacaliente. Las muchachas y señoras de la brigada hicieron un trabajo impecable y esforzado. Incluso a las once de la noche del domingo llamaban para confirmar fecha y hora. Nos tocó el martes. A mi a las once y a mi suegro y a Ofelia a las doce, por las iniciales de apellidos.
A las once, sin embargo, los militares que ahora tomaron el control (la vez anterior fueron trabajadores del Sector Salud) decidieron atinadamente que primero pasarían las personas con sillas de ruedas, andaderas y bastones, Le tocó a mi suegro. Lo escoltamos perseguidos por un militar que advertía voz en cuello que sólo el señor sería vacunado. Ustedes tienen que esperar.
Luego, en vez de recorrer los turnos originales, los declararon desaparecidos y empezaron a regañar a todo el que se acercara a preguntar cuándo podría pasar. Le vamos a dar paso a los que estén en ordeeeeen. Van a pasar los que estén sentados allá, decía otro. Llegó el momento en que el de mayor grado salía a decir -tú sí, tú sí, ¡no usted no! Tú sí… Todos los que íbamos de fuera estábamos en edad de recordar a los odiosos cadeneros del Señor Frogs y del Caracol Tango Palace. ¿Por qué no respetaron el orden, aunque fuera más tarde? Preguntó una señora a quienes sus compañeras llamaban “la reina del carnaval” (debe haberlo sido por los años 70). -Porque son militares, no están acostumbrados a escuchar a nadie, le respondieron casi con rencor.
De nuevo adentro todo fue orden y eficiencia. Hasta las limitaciones fueron dichas en forma simpática: por favor, hoy no coman mariscos ni carne de puerco, y no tomen café, porque una de las reacciones de la vacuna es la alergia, y esos alimentos también la producen. Si no los toman, se descarta una posibilidad y se puede centrar la vigilancia sobre la vacuna. ¡Ah! Y no beban alcohol durante cinco días. No protesten porque aquí somos buenas gentes: el plazo normal es de una semana completa.
¿Irá usted a aguantar? Pregunté a mi suegro, que no bebe alcohol ni en defensa propia.
Los quince días posteriores, plazo para el desarrollo pleno de los anticuerpos, pasaron rápidos, pero la pandemia sigue. A diario hay en de 300 a 500 muertos en el país, muy pocos comparados con los miles que llegamos a registrar, pero aún significativos (el domingo hubo 69, pero luego rebotó la cifra.
Olas Altas, nuestro bello y tradicional paseo, sigue siendo un hervidero de gente sin cubrebocas y mucho menos el distanciamiento social requerido. Esporádicamente se sigue sabiendo de casos de personas conocidas. Se recuerdan las historias de familias con hasta siete víctimas fatales; la del médico que murió de Covid después de enterrar a su papá y a su mamá, víctimas de lo mismo, en fin, de casos desgarradores que dejaron huellas indelebles en cada comunidad.
Quizá en dos semanas se apliquen las segundas dosis en las zonas urbanas y en ese plazo empezarán a llegar las vacunas para los adultos de entre 50 y 59 años (seis de mis hermanos entre ellos), si la caprichosa distribución internacional no vuelve a hacernos sus víctimas.
Después de esa larga e intensa experiencia tener cumplidos todos los requisitos de vacunación es un verdadero alivio, aunque no una liberación absoluta.
No fui el primero por supuesto. Un amigo muy cercano se fue a Miami o a Texas a vacunarse y veintiún días después regresó por la segunda dosis. Bien por él y por su familia, aunque por estas fechas se tache de fifís a quienes hacen eso. “Es que son gente de posibles”, habría dicho mi abuelo.
Facebook me trajo el recuerdo del 5 de mayo pasado, cuando algunos de los cófrades del café de lunes en el Allegro rompimos el aislamiento con un encuentro virtual vía Zoom, por el puro gusto de volver a hablar bien de la gente. En ese aniversario tres nos decidimos a regresar al Starbucks, donde me encontré que el nuevo edificio de contraesquina ya está terminado (lo dejé de ver cuando las máquinas sacaban escombros de la construcción anterior) y ocupado o en renta, y que enfrente está un Oxxo del que no tenía noticias.
El regreso a la libertad, aunque sea con mascarilla, lentes y mesa al aire libre, es bello, aunque un irrespetuoso de menor edad haya levantado su café para brindar por un hecho concreto: “sobrevivieron”.