¿CÓMO VIVIMOS EL OLIVIA?

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Derrumbes en edificios viejos.jpg

Las experiencias personales repetidas 

en cada familia de una ciudad agredida 

por un fenómeno de la naturaleza 

FRANCISCO CHIQUETE 

La lluvia empezó ya tarde y sin visos de violencia. Estaba tan mansita, que mis padres aceptaron que dos de nosotros nos quedáramos en la pequeña casa de madera en que vivíamos. 

La mitad de las hermanas fueron enviadas donde los abuelos, en la Colonia Montuosa, donde ya estaban otros dos. Los demás nos quedamos en la Klein, aceptando el generoso refugio de los vecinos y su casa recién construida, pero el Héctor y yo insistimos en quedarnos a cuidar la casa y las escasas pertenencias. 

Poco después de las nueve empezaron los vientos. Una media hora después, desde la cama, escuchamos un crujido tremendo. Era la viga principal, que se desprendió de las paredes de madera. A esas horas ya había desaparecido el techo de láminas enchapopotadas y fajillas de madera, dejando ver el cielo turbulento donde se vislumbraban las gotas de lluvia sacudidas en remolinos. 

Por supuesto, salimos huyendo por entre los callejones porque a esas horas la marea ya tapaba la salida de la vivienda. 

Llegamos a la casa refugio donde ya mi madre estaba angustiada por nosotros, mientras mi padre aprovechaba para dormir sobre un tablón remanente de la construcción reciente. En medio de la tensión de una tormenta intensa, que zumbaba furiosa en el exterior, don Francisco estaba convertido en un espectáculo que obligaban a los demás refugiados y a la familia anfitriona a asomarse para verificar que sí, que era el señor Chiquete quien roncaba con tal intensidad, que hacía olvidar los vientos de afuera y generaba un rato de esparcimiento. 

Poco antes de la media noche empezamos a percibir una calma inesperada. Ni siquiera llovía, mucho menos había vientos, idos como por arte de magia. Salimos todos y empezamos a hacer planes de regresar a las casas. Sólo lo impidió el prolongado intercambio de experiencias en viejos ciclones, anécdotas familiares y por supuesto dudas sobre lo que pudo haber quedado de las casas de cada quien. 

En eso empezó a llover de nuevo y se desató la ventisca como si apenas estuviésemos arrancando el encuentro con el Olivia. Alguien concluyó que el ciclón habría chocado contra la sierra y se devolvió, dándonos una segunda pasada. Fue una versión a la que llegó mucha gente, como un dogma de fe compartido por todo mundo, según supimos después. Tuvimos que encerrarnos de nuevo y sufrir los embates del viento contra paredes y ventanas, adentrándose en nuestros oídos mientras el agua azotaba sin piedad. 

Una o dos horas después se volvió a acabar, pero esta vez se advertía cierto tipo de normalidad que no sentimos en la tregua anterior. Lo malo fue que en esos momentos ya había empezado la inundación. 

Ya con la luz del sol pudimos entrar a la casa, que todavía tenía unos veinte centímetros de agua. Reuniendo los pedazos de madera me encajé un clavo en el pie derecho. Así andaba cuando día de por medio, llegó el licenciado Rodolfo Mendoza, enviado del municipio, a hacer el levantamiento de las viviendas dañadas. 

Una semana después, más o menos cuando regresó el servicio de electricidad (antes que el agua potable), el gobierno de Rafael Tirado Canizales nos mandó un enorme costal de provisiones básicas y dos bultos de lámina. 

En El Correo de la Tarde, los tipógrafos llegaron en cuanto pudieron y armaron la edición con tipos movibles, dando cuenta de los daños de la ciudad. La prensa funcionó con tracción humana, de modo que la falta de electricidad no fue impedimento para informar a la gente. El Sol del Pacífico simplemente envió sus materiales a la editora culiacanense (El Sol de Sinaloa) y trajo sus periódicos a vender a una población ansiosa de saber cómo le había ido. 

La vida tenía que empezar de nuevo