Cincuenta años en la gratificante labor del periodismo

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De los viejos chibaletes en El Correo de la Tarde, a los centros de comunicación mundial que caben en la palma de la mano

FRANCISCO CHIQUETE

El Correo de la Tarde estaba en un pequeño local en que se distribuía el equipo de imprenta, proveniente de principios del siglo pasado, pero aquel tres de junio de 1974 me pareció una maravilla que aún es irremplazable, pese a los grandes descubrimientos que cincuenta años después nos permiten ejercer el periodismo desde un centro de comunicaciones que cabe en la palma de la mano.

Ese chamaco de 17 años que era yo, no tenía por qué saber que ahí se fraguaba una etapa brillante del decano de la prensa nacional, por cuyas páginas desfilaron Heriberto Frías, Amado Nervo, Rafel Buelna Tenorio, José Ferrel y otros personajes importantes para las letras y para el periodismo de todo el país.

Abraham García Ibarra era ya un legendario periodista que hizo época en Mazatlán desde El Sol del Pacífico y en la capital del país, desde las páginas de El Día. Decidió regresar al terruño del que fue expulsado por los abusos del gobernador Leopoldo Sánchez Celis, escondido en la máquina de un tren de carga cuyos operadores fueron solidarios ante la amenaza, mientrs la policía judicial bloqueaba termnales de camiones y carreteras..

Con un pequeño patrimonio proveniente del premio mayor de la lotería, según la leyenda, el Bolche le compró el cabezal y equipo al coronel Eutimio F. Sánchez, en cuyas manos El Correo languideció por varios lustros, mientras la cadena García Valseca se apoderaba del territorio mexicano con los soles, cuyas plantas eran verdaderos monstruos industriales.

Con Abraham vino otro sinaloense, Francisco Lizárraga Ochoa, de Los Mochis. Como codirector se encargaba de la redacción, dándole un aire moderno a las informaciones, con el estilo que se enseñaba la Escuela Carlos Septién García, donde él mismo estudió.

Abraham y Pancho convocaron a un cursillo de periodismo, gratuito, que buscaba identificar candidatos a reporteros. Estuvimos ahí unos ocho muchachos atraídos por la posibilidad de conocer ese mundo mágico de la información. Paquita Castañeda, Luis Alfredo Romero García, Marcos Luna Chavira, Héctor Benjamín Quintero, Jorge González Cardoso y dos o tres más que desertaron rápidamente.

El Correo se convirtió en el centro de la lucha social en Mazatlán. Ahí acudían los líderes del combativo sindicato de albañiles, que encontraban apoyos a pesar de la débil economía del periódico. Por lo menos se llevaban unas resmas de cuartillas y una que otra cajas de esténciles para la impresión mimeografiada de su periódico El Martillo.

Pocos días después de iniciar el cursillo, Pancho Lizárraga nos dejó tarea a Luis Alfredo Romero y a mí. Había que cubrir la asamblea dominical de precaristas que invadieron terrenos y fundaron la colonia Francisco Solís. Fue verdaderamente aleccionador. Los lotes estaban ubicados en plena marisma, sin servicios públicos, y para dejar de caminar y vivir sobre el lodo oloroso a pescado descompuesto, habría que comprar decenas de carros de tierra. Entre más, mejor, para evitar las inundaciones cotidianas que traía consigo la marea.

A pesar de eso, tenían que pagar el impuesto predial, pues el ayuntamiento registró el asentamiento de inmediato y sin regularizar la propiedad, les asignó claves catastrales y con ellas, obligaciones fiscales que iban desde el pago del propio catastro y adicionales como el pago de plusvalía por las obras de urbanización de la avenida del Mar, construida diez años antes, una espléndida avenida con cemento hidráulico, alumbrado público, agua potable y drenaje, todo lo que no se tenía en la colonia (ni siquiera tomas domiciliarias de electricidad o agua les habían autorizado); y encima, se les cobraban dos adicionales: pro educación, sin escuelas cercanas, y el pago “por la reina del carnaval”, dijeron. Era, en efecto, un adicional “pro-carnaval”.

Por varios meses hicimos equipo con Paquita, una joven brillante, que sin embargo debió dejar la actividad porque la familia no veía bien eso del periodismo y la presionaron para que buscara un empleo más apto para una muchacha. Su espíritu rebelde la llevó a emigrar a la ciudad de México años después y por allá hizo carrera, primero en El Día, con el apoyo de Abraham, y luego en el Poder Judicial.

A lo largo de estos cincuenta años hemos presenciado el desarrollo de Mazatlán y del país. Al principio todas las fuentes informativas locales estaban concentradas en el centro de la ciudad, de suerte que podíamos cubrirlas caminando. Si acaso había que tomar camión para ir a cubrir algo extraordinario en la cárcel, que estaba aún en la colonia Juárez.

Al Correo llegaron otros personajes importantes: Rafael Franco Zazueta y Manuel Burgueño Orduño, ambos dueños de una sintaxis impecable y un manejo del lenguaje envidiable, producto de sus muy elevados niveles culturales. Rafael fundó después La Voz de Mazatlán y Manuel se convirtió en el crítico más demoledor de la ciudad. Catorce años después fue asesinado por sicarios prófugos de una policía corrupta.

Viví casi dos años entre los viejos chibaletes con tipos movibles, linotipos reumáticos y una prensa que imprimía periódicos sobre hojas sueltas a las que se debía dar vuelta para estampar las otras páginas y que podía hacer impresiones sin electricidad, si era necesario, a condición de que los operarios Venancio, jefe del taller, Jorge el Chato, operador de la prensa, el Jorgillo, linotipista y don Lencho, tipógrafo, se prendieran de la rueda mayor para hacerla girar con tracción humana.

Luego llegaron en otros periódicos, equipos más modernos que a su vez fueron evolucionando, como evolucionó la ciudad. Las colonias pasaron de 17 a 250 y luego a perderse la cuenta y el control. Si los nuevos asentamientos se inundaban era porque los líderes ignorantes se ponían de acuerdo con dueños de terrenos inundables que de esa forma los podían vender sin restricciones; hoy los desarrollos tienen que cumplir con todos los reglamentos, pasan por registros y permisos de la autoridad, y de todos modos se inundan. La corrupción ya no es de dirigentes y vendedores, sino institucional.

Han sido cincuenta años de tener un lugar privilegiado para ver los cambios de la sociedad. La lucha cívico-electoral tan enconada que finalmente echó al partido único, y la movilización social, intensa y sufrida, que hoy parece haber restaurado al viejo régimen con colores distintos.

Años de conocer e interactuar con personajes deslumbrantes y controversiales: de Fidel Velázquez a Fidel Castro; de José López Portillo a Felipe González y Mario Soárez; de Ángeles Mastreta, Héctor Aguilar Camín, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, a Gabriel García Márquez; de José Luis Cuevas a Antonio López Sáenz; de Julio Preciado a Lola Beltrán y Joan Manuel Serrat y muchos más. Verdaderos privilegios para aquel chamaco nacido en la Montuosa y avecindado en la Klein, prófugo de sus marismas. 

De tres o cuatro restaurantes de batalla (Doney, Joncols, Los Comales y La Copa de Leche), dos de altos vuelos, como El Palomar y El Caballo Loco, a una explosión en la que diario aparecen y desaparecen restaurantes de altas pretensiones y taquerías, torterías y hamburgueserías de todo nivel o marisquerías de calle o de postín; cines de la Compañía Operadora de Teatros y La Gran Cadena de Oro, cuyos programas anunciaba Clemente Valdez Vizcarra en spots fondeadas con la música de El Continental, interpretada por Ray Coniff; los cines de la Plaza La Concordia, los de las Gaviotas, pasando a complejos ultramodernos en las actuales plazas comerciales.

Los narcos, los robos al erario público, las controversias. Todo nos ha ocupado en estas cinco décadas en que el concepto del periodismo se ha modificado técnicamente y ha sido acosado desde el poder legal y los grupos fácticos, pero mantiene la esencia de informar con rigor y profesionalismo, aunque incluso beneficiarios de esta aspiración no lo entiendan del todo.

Cincuenta años de construir amistades que han sido para toda la vida, rubricadas con compadrazgos entrañables o con coincidencias idealistas que siempre hemos buscado honrar. En ese lapso Ofelia y yo hicimos familia con la espléndida fortuna que representan dos hijos magníficos, más allá de las valoraciones de un papá cuervo, y acrecentamos a las respectivas familias integradas por hermanos de gran calidad humana.

Cincuenta años de un ejercicio feliz, lejano de disneylandia, pero enriquecido por el humanismo de nuestra comunidad.

Una anécdota, una. Daba conferencia de prensa el entonces director de Cobaes, Javier Luna Beltrán, a quien conocí doce años atrás como el alcalde más joven en el estado. Ya algo cacaloteado, como le dije al saludarnos, buscó vengarse y lo logró: interrumpió la conferencia sólo para decir “¿te das cuenta, Chiquete, que de ser el reportero más joven ahora eres el más antiguo de todos los que están aquí?” Lo era, aunque apenas estaba llegando a los treinta años de edad.