Elio Edgardo Millán Valdez.
Cuando tuve conciencia del mundo, éste ya giraba alrededor de “frases célebres de atolondrados maniqueísmos. Entre ellas se expresaba un mundo era bipolar hasta la náusea. Casi he envejecido y el mundo continúa partido entre anormales y “normales”. Los chistes, las frases hirientes, los cuentos de “hadas”, el veneno que “normaliza” la convivencia, la política y la diplomacia patrioteras adquieren la forma de bombas que son arrojadas contra la dignidad del diferente. Y cuando el lenguaje excluyente sube de tono, entonces el Otro, los Otros, son pasados a cuchillo en un virtual “choque de civilizaciones”. Y esta mala educación constituye la identidad primera; y con ella se mira “al bueno tan lejos del malo y en las multitudes…” Por eso hay identidades que nos habitan que no nos dejan vivir, porque para autoafirmarnos requerimos pasar por encima del cadáver del Otro, así sea simbólicamente.
Se ha dicho que esta actitud del hombre contra lo extraño y los extraños es hija de la naturaleza humana, porque lo traemos en las piel desde que nacemos. Freud pone como ejemplo un niño recién nacido para mostrar esta propensión: el niño rompe en llanto cuando lo toma en brazos una persona distinta a su madre. En mis Flores del Mal afirmé que las tribus eran la causa de la exclusión, porque cada una de ellas se autodefinían como los herederos de un origen glorioso y de un destino no menos luminoso. Aunque esta afirmación es cierta, nunca pude encontrar las causas explicaran este desatino existencial de la humana condición.
VOLVER CON LA FRENTE MARCHITA.
Esta “anormalidad”, dije entonces, nos arrastra a una paradoja casi irresoluble: ser socialmente asociales. Dicho de otra manera: sólo soportamos aquella convivencia que nuestra identidad primordial nos proyecta. Supuse que esto era producto del amor que las tribus se profesaban a sí mimos y que por ello siempre recelaban de las tribus que los circundaban. Los Otros, en efecto, siempre aparecen en la lisa histórica como enemigos virtuales o aliados potenciales frente a otros enemigos igualmente potenciales. Este juicio es también una explicación a medias, porque le falta la génesis de este amor fatal de (y por) los miembros de la tribu contra otras tribus. Hoy propongo al mito como causa de este quiebre existencial, pero solamente como efecto y no como causa.
El mito es la “abolición” del tiempo histórico –mortalmente corruptor -corruptor hasta la muerte- que prescribe la reproducción atemporal del pacto fundacional de la creación humana. Aunque este tiempo cíclico es propio de las sociedades tradicionales; al mito tampoco escapan las sociedades que, viviendo en las “garras” de un tiempo lineal, también intentan abolir la historia “saltando” a un futuro descontaminado en el que se halla la tierra prometida, que algunos autores denominan historicismo: el cristianismo procura volver al Edén, un día después del juicio final; por su parte la “ideología” de la modernidad, convertida en religión terrestre, pretende alcanzar el Progreso, tras una permanente ascensión de estadios cada vez menos históricos y mucho más apocalípticos. ¿Escatológicos? Solo por poner dos ejemplos.
El MITO ES UN ANIMAL QUE CABALGAMOS Y QUE MISMO TIEMPO NOS CABALGA.
Vayamos primero a una breve explicación del mito. El mito, pues un gran relato que intenta trascender la historia, toda vez que el hombre es el único animal que no soporta grandes dosis de realidad. Pero el mito -al menos el mito que estamos comentando- es también el origen de la discriminación, ya que los dioses de las tribus son las imágenes señeras de la perfección. Y como su Dios es sangre, palabra y camino, no es casual que sus hijos perseveren en seguir “su evangelio”: Y en tal travesía procuran conformar sus mentes y cuerpos a imagen semejanza de esos entes divinos que no soportan a otras divinidades. En este sentido, el mito no sólo crea almas atemporales, crea también cuerpos y rostros sacralizados.
Una vez que se ha mamado la cultura del mito primordial, el maniqueísmo cobra carta de naturaleza, con todas las trágicas consecuencias que han ocurrido en la historia de la humanidad. Este “imprinting” cultural es tan peligroso como resistente, pues no se anida en el pensamiento; su hogar es la región nebulosa de los sentidos y los sentimientos. Octavio Paz afirmó que las creencias –como la exclusión del otro- habitaban en los rincones más profundos de la mente; las ideas, en cambio, eran aves de paso del pensamiento. Para Paz las ideas eran simples humaredas de luz que las nieblas del tiempo devoraban; no así las creencias, cuya persistencia permitía que se conformaran las mentalidades de largo aliento en las sociedades. Freud afirmaría que las creencias anidan en el inconsciente, como una especie de primeras vivencias sepultadas, pero actuantes, en las nieblas de la memoria
CAUSA Y PELIGROCIDAD DEL MITO PRIMORDIAL.
Cierto, la humanidad ha luchado contra los demonios de la exclusión. Producto de esta lucha progresivamente han ido naciendo palabras como integración, tolerancia, respeto a la diferencia, pluralidad, multiculturalismo, democracia y no obstante las Noches de San Bartolomé vuelven por sus días en nuestros días. Y por desgracia hoy estamos más cerca de un choque de civilizaciones: hoy están frente a frente dioses y culturas en un amenazante impasse. La globalización ha acortado la distancia y el distanciamiento que permitía un relativo aislamiento territorial de esas creencias que hoy nos conducen ha convertir a nuestros semejantes en seres tan distintos que merecen ser pasados a cuchillo. ¿Qué hacer para desmitificar el mito?
Aunque la causa de este mito me propongo abordarlo en otra publicación, hoy escribiré sólo algunas pinceladas. La causa de este mito proviene de la fragilidad que nos constituye como seres humanos. Vivimos todos los días, como todos los animales, protegiendo/defendiendo nuestra vida del acoso real o inventado de nuestros enemigos y un día menos frío y nublado volveremos sobre este escabroso tema… Sobre todo tratando de entender el porqué existe una persistente exclusión en Estados Unidos, por ejemplo.