UN PAR SIN PAR…
Afirma una conseja popular que la virtud y el vicio están hechos de la misma materia: que es ni más ni menos la repetición. Esta preciosa joya de la sabiduría popular ha sido teorizada como el eterno retorno de lo mismo, que en líneas generales supone que todo se repite y que interminablemente todos nos bañamos en el mismo río. Todo vuelve, nos dirían, porque volver a lo mismo es lo nuestro.
Octavio Paz respondió a esta afirmación como Él sólo sabía hacerlo: “Sí, todo vuelve; pero en cada vuelta no volvemos los mismos ni volvemos a lo mismo”. Esta idea supone que nosotros los humanos siempre somos otros y que sólo nuestra sombra permanece idéntica así misma. Machado nos lo expresó con maestría: caminante no hay camino, se hace camino al andar; porque nadie se baña dos veces en el mismo río, como diría el viejo Heráclito.
Sin abundar mayormente en ambas cosmovisiones, bien vale una síntesis de ellas: somos a un tiempo otros y los mismos, somos tiempo congelado y tiempo fluido: cambiamos para permanecer y permanecemos para cambiar. Somos guijarros rodantes que amamos, soñamos y, en esa doble condición, giramos en y hacemos girar al universo y, en cada vuelta, una historia, una esperanza y mil lágrimas. Somos, en fin, lo que no queda y lo que no cambia, aunque…
CUANDO QUEDA LO QUE NO CAMBIA.
Con un propósito el subversivo cantautor José de Molina, cantó alguna vez: “Comencé como jugando/ así por casualidad/ y hoy se ha ido convirtiendo/ en una nece(si)dad…” Este cuarteto dice mucho más de lo que nuestro trovador supuso: porque este juego es de veras muy serio: porque esa intencionalidad tiene como soporte la búsqueda de la “trascendencia”, sea porque las personas pretenden huir de la vaciedad de la vida y/o por que buscan encontrar el ropaje de una nueva identidad. Esta búsqueda-huida, por supuesto, navega en una balsa cargada torrentes emocionales de los que buscan un puerto nuevo creyendo que la vida está en otra parte, como dijera Kundera…
El tráfago de un cogito itinerante, insomne hasta la vigilia, suele coagularse en la estación de un tren sin pasaje de retorno: queda atrapado en nuestro sistema computacional -Edgar Morin, dixit-, a través de un misterio muy parecido al acto que produce la fecundación: la casualidad, el azar, el sin querer queriendo, pero siempre en un contexto de posibilidad; pues para que aniden como programas aquello que “comenzó como jugando…”, se necesita cierta apertura de nuestro sistema computo. Seguramente la vena que vincula, comunica y traslada la información de un sistema a otro es nuestro entramado emocional que es, sin lugar a dudas, anterior al pensamiento y, por supuesto, al lenguaje.
Vale decir que este salto no es predecible. Al principio no se sabe si el “paciente” está aún en la etapa del juego “identitario” o está de plano en la adicción, porque entre el umbral que define la voluntad de búsqueda a una “voluntad” que nos busca, que nos encuentra, que nos arrastra y nos tritura, existe una frontera demasiada borrosa.
En este interregno todo puede pasar: caer o no caer en la adición depende tal vez de un “grito” a tiempo o de un factor que precipite la caída; tal vez nunca sabremos el porqué unos se devuelven de ese umbral y, otros, ay, quedan convertidos en estatuas de sal. Y lo mismo ocurre en el período de adicción: nunca se sabe porque unos dejan el “vicio” y otros quedan anclados para siempre en el círculo vicioso de lo mismo.
EL ETERNO RETORNO DE LO MISMO.
Una vez que se ha caído en las garras de la virtud y/o el vicio, nuestra vida se despliega a través de un cístole y un diástole de eterna e infernal repetición: displacer-placer-placer-displacer, pero sólo a condición de proveerle al monstruo de la adicción la cuota humanidad que nos permite alcanzar la tensa calma, antes de que nos devore toda nuestra humanidad en el pantano de la ansiedad. Las drogas, la adrenalina, la rutina, el trabajo, el sexo, los libros, el espejo, la defensa visceral de algo contra algo y un numeral de etcéteras, son unos de los tantos calmantes que nos permiten no morir del todo, aunque en cada sorbo del monstruo muramos un poco todos los días.
Se ha dicho que la adicción ocurre cuando las personas han “quemado” todos lo goces que experimentaban en la hoguera de un placer único que suele se convertirse en una poderosa máquina del deber. Esta definición es cierta, pero no es menos cierto que muchas de las adicciones son “plurales”, y pueden identificarse a través de una serie roles que sujetan a los sujetos a una serie de rituales que los hacen tan idénticos a sí mismos que no pueden engañarnos. Tal vez el concepto de adicción debiera definirse, en principio, como la incapacidad de las personas para reinventarse, toda vez que su cógito ha quedado hecho trizas o al menos paralizado en la rueda de molino que sólo sabe girar sobre su propio eje, al menos en los casos más severos de las adicciones.
Porque además esta definición de adicción amplía el arco de comprensión de otros “desenfrenos” que suelen concitar aplausos. En efecto, en ella pueden encuadrarse no solamente las rutinas de lo que la sociedad denomina vicios, también pueden situarse en esta idea las virtudes de los santos, los héroes y los genios, de esos cruzados del compromiso que perseveran día tras día, como ecos de la rutina primordial, por la refundación del mundo, aunque para lograrlo primero tengan que incendiarlo. Y qué decir de los científicos que mueren y viven en y por sus rutinas “especializadas”, rumiando en el pantano de su “objetito” de estudio, ay, tan alejados de la complejidad del mundo, del que nada saben, del que todo ignoran…No cabe duda, hay virtudes que matan, aunque merezcan atronador el aplauso de la gente bien…
ESCATOLOGÍAS PARALELAS.
Tal vez el mundo de las adicciones tenga un paralelo con el mundo de la normalidad que rige el imaginario duro de las sociedades: la “abolición” del tiempo histórico a través de la reproducción atemporal del “pacto fundacional” que tiene como vector el Himno a la Alegría. Esta huida en tropel de las “leyes de hierro” de la historia es una tentativa de tornar a la inmortal inocencia de nuestra primera infancia; sí, a esas aguas congeladas que, como las de Narciso, refractan un rostro social sin fisuras, reflejando un mundo sin contradicciones, ese tiempo órfico anterior al pecado original que es en rigor el inicio de la historia personal y la historia humanidad.
Si bien en esto coinciden las sociedades y los individuos, no obstante sus escapes poseen tonalidades distintas. Las sociedades tradicionales saltan al vacío para preservar el tiempo cíclico; pero también la sociedad moderna que, viviendo en las “garras” del tiempo profano, intenta abolir la historia fugándose en busca de la tierra prometida. El cristianismo, por ejemplo, procura volver al Edén Perdido, un día después del juicio final; por su parte la “ideología” de la modernidad pretende alcanzar el Progreso, tras una permanente sucesión de estadios cada vez menos históricos y mucho más parecidos a la travesía de la ascensión religiosa.
Los adictos por su parte intentan huir del tiempo coagulado en el que se insertan las sociedades. Su salto no es hacia atrás, en un salto a un tiempo que huye de las morales, usos y costumbres que prescriben los criterios de normalidad de las sociedades. Es la huida a un tiempo que todavía no es y que tal vez nunca sea, no pocas veces en esta búsqueda suelen quedar congelados en el tiempo inerte del vacío existencial. Creo que Facundo Cabral describe muy bien este lance y sus posibles consecuencias: “Buscando agua encontró petróleo, pero se murió de sed…”
PSICOLOGOS Y CHAMANES.
Hasta ahora el vínculo entre las psicologías es borroso, pues en el seno existen corrientes antitéticas que se disputan la legitimidad de sus respectivas diferencias. Por ello no es casual que las adicciones se indagan por separado, justo cuando existe una relación recursiva, compleja, entre el imaginario de la sociedad y la imaginación de los individuos. Vale decir que esta relación es siempre fluctuante, siempre al punto del quiebre, pues entre los procesos de normalidad social y las expectativas de los individuos existen callejones obscuros, difíciles de alumbrar, y no obstante…
Amen de esta desconexión, las psicologías han compartimentado, además, su materia en una especie de organización feudal. El conductismo clásico se ha quedado con la caja más negra de la mente y con un pensamiento que posee poco pensamiento. En neoconductismo se apropió de una zona baja programación y de un pensamiento que tirita por ser. La materia prima del psicoanálisis es el inconsciente, y pese a ello y tal vez por ello, realiza una labor prometeica en los sótanos de la psique para liberarse de los fantasmas que nos atan. Esta corriente, por supuesto, dejó fuera de sus supuestos las partes intermedias de la mente, en las que no existe una desconexión profunda entre la programación y el pensamiento. Este vació ha sido colonizado por una serie de psicologías “blandas”, como la gestalt .
La delimitación parcelaria de las psicologías ha segmentado a la mente, han construido feudos mentales. Por ello no es casual que esos cruzados de la simplicidad retrocedan azorados cuando asoman fenómenos de una totalidad mayormente compleja que trasciende su territorio conceptual y su instrumental terapéutico; porque esos campos “cerrados”, son en rigor oposiciones complementarias de una serie “regiones” que posee la mente, a través permanentes e intermitentes relaciones que reflejan acciones, retroacciones, determinaciones e indeterminaciones que hablan de nexos complejísimos entre aquellas y tal vez otras “regiones” aún por conocer.
LAS MUCHAS ADICCIONES.
Las psicologías, en efecto, han estudiado a la psique de manera disjunta: han desaparecido al hombre como unidad múltiple. Morín nos da una clave de su compleja irreductibilidad: “El ser humano es un ser extraño al planeta porque es un ser a la vez natural y sobrenatural. Natural porque tiene un doble arraigo: al cosmos físico y la esfera viviente. Y sobrenatural porque el hombre (…) sufre un cierto desarraigo y extrañeza debido a las características propias de la humanidad: la cultura, las religiones, la mente, la conciencia que lo han vuelto extraño al cosmos, del cual no deja de ser secretamente íntimo .
Sus panópticos institucionales, en efecto, escrituran además como adicciones las actitudes sospechosas de anormalidad, que luego son tipificadas como adicciones: por ejemplo, el vagabundeo que es conformante hasta la última gota: las huidas sin oficio ni beneficio, los itinerarios circulares, las ansiedades de búsqueda y autoafirmación, tan normales como peligrosas pues son procesos de estructuración, desestructuración y estructuración de la personalidad, siempre en gerundio, nunca en participio.
AL FINAL, SÓLO AL FINAL.
Cuando se afirma travesía que hacen las personas sobre sus mismos pasos no debe ser considerado adicción y, al mismo tiempo, se afirma que son peligrosos, partimos de una convicción: la velocidad de nuestro tiempo que, comparte verdades milimétricas e impracticables del positivismo con kilométricos de hoyos negros en los que yacen todos los modelos vida que otrora habían conformado y deformado a los individuos, se quiere proponer que, en vez de convertir en pacientes a nuestros amigos y familiares, iniciemos una dialógica con ellos para poner en cuestión nuestros criterios normalidad, para que nos permitan darle legitimidad a otras búsquedas.
Para ello requerimos hacer extraño lo familiar y hacer familiar lo extraño, tal vez esta apertura pueda ayudarles a no cruzar ese camino que los convierte en estatuas de sal. Y esto no es para echar las campanas a rebato; porque si cada época histórica conforma sus propios “adictos”. En la nuestra esta “enfermedad” se han multiplicado. La revolución blanca ha creado, en efecto, una extensa flama clínica con la que se pretende apagar el fuego de los placeres que siempre están más allá del bien y el mal. En rigor la cura de la inquisición “blanca” es peor que la enfermedad: cierto, porque al disecarnos de las pasiones seguramente acabaría con las adicciones, pero acabaría también con aquello que nos produce lágrimas, risas y amor: la mitad de nuestra humanidad. Ante esta tentativa, Quevedo vuelto de infierno hoy expresaría: “Ándeme yo caliente y ríase la gente…”