Festeja la Secundaria General 1
medio siglo de su fundación, y de
marcar la vida de os mazatlecos
FRANCISCO CHIQUETE
Cincuenta años después, alumnos y maestros de la primera generación se hicieron presentes en su añorada Escuela Secundaria Federal Guillermo Prieto. Setenta mil alumnos han desfilado por sus aulas, y el plantel sigue ahí, en los primeros lugares de aprovechamiento, con un lugar bien arraigado en el corazón de su comunidad.
La maestra Blanca Olivier Torres, una de las primeras en acudir a la planta histórica, hizo un emotivo recuento en que se reconoció a los maestros fundadores como José Santos Partida Medina, el director que vino a crear de la nada esta casa de estudios; el profesor Humberto Gamboa Montoya, quien dirigió también a la Guillermo Prieto, y luego se fue a fundar, diez años después, la Federal 2.
Ese unes cívico fue muy especial. La presencia del alcalde Carlos Felton y su discurso sobre educación, sobre transparencia, sobre la formación de una mejor sociedad –más exigente- a partir de su acceso a las aulas, fueron un buen marco.
Pero lo importante estaba en el calor humano. En las vivencias traídas de nueva cuenta. El edificio de la antigua huerta de mangos de Casa Blanca sigue incólume. En 1971, más de tres mil alumnos, todos menores de quince años, recorrimos buena parte de la ciudad para abandonar las instalaciones que hoy son de los bomberos y de la Secundaria Miguel Hidalgo, hasta llegar a la maravilla que era esta pequeña ciudad del saber.
Entran los viejos alumnos y se impactan, a pesar de sus regresos constantes para organizar esta conmemoración. La escuela opera aquí desde 1971, hace ya cuarenta y cuatro años, y el lugar sigue impecable, sin acusar el paso del tiempo y de muchos miles de muchachos inquietos, dinámicos. Sigue siendo su escuela, la que les abrió la oportunidad de llegar a ser profesionistas, destacados hombres públicos, o modestos practicantes de un oficio, pero todos con la huella imborrable de un grupo de maestros que junto a la disciplina, nos inculcaron valores y conocimientos que por siempre marcaron el sendero vital construido por cada uno de nosotros.
Muchos volvimos aquí como padres de familia porque seguimos convencidos de que este ámbito era el que beneficiaría también a nuestros hijos.
Justo la víspera, un puñado de exalumnos cubrió la ruta inicial, la de la Escuela Benito Juárez, donde nació esta enorme institución que hoy es la Guillermo Prieto. Los de la primera generación recordaron las dificultades de tener que esperar a que terminara el turno escolar de la primaria para pasar a ocupar los salones con mobiliario que ya no era para ellos y otras limitaciones que ya eran gravosas en esos tiempos.
De ahí, junto con la Flama del Saber, transportada por esos mismos exalumnos, llegamos a la avenida Gabriel Leyva, junto al panteón Ángela Peralta. Para muchos esa amplia escalera de lo que es hoy el cuartel de bomberos, fue la puerta a un mundo insospechado. Con el nerviosismo de saber si habíamos pasado el examen de admisión; después con el alborozo de sabernos parte de esta escuela de gran prestigio con sus pocos años. Con el nerviosismo por dar con el salón que nos correspondía, pues la falta de espacios suficientes obligó a crear un sistema en que cada salón se desocupaba tras los cincuenta minutos de clase, y había que ir a buscar el siguiente.
Ahí está todavía la jardinera que fue marco de nuestros recesos diarios y en el mismo lugar de la cancha central están hoy dos de basquetbol, con el edificio de tres pisos al fondo, obviamente donde lo dejamos aquella mañana de 1971, en que salimos a estrenar este edificio actual.
Ya lo dijo Pablo Neruda: “nosotros los de entonces, ya no somos los mismos”, pero la llama sigue encendida. Cada uno que llega rememora a los maestros, a los compañeros, a quienes ya no están con nosotros, a los que por fortuna siguen aquí. En eso estamos, intercambiando impresiones, cuando suena la voz de trueno del maestro Severiano Gutiérrez, y con la misma autoridad de hace cuatro o cinco décadas, nos pone a hacer valla bajo el sol, y obedecemos instintivamente primero, regocijados después, recordando cómo las demás escuelas terminaban sus desfiles en el llamado “punto de dislocación”, pero nosotros nos seguíamos de frente hasta el edificio viejo o hasta algún punto de referencia diferente, siempre lejano, porque éramos “los de la federal” y había que demostrarlo, aunque nos hubiese tocado sostener las más amplias y audaces pirámides, o las evoluciones más espectaculares.
Son cincuenta años de una escuela que ha ocupado los mejores lugares en competiciones deportivas, académicas, artísticas, cuyo coro obtuvo el derecho de cantar nada menos que en el Palacio de Bellas Artes. Cincuenta años de anécdotas, de disciplina que finalmente se rompía por cuestiones humanitarias, como cuando don Santos Partida decidió que en verano no estaríamos ya obligados a utilizar la gruesa camisola verde olivo, manga larga, dos bolsas y hombreras, sino una camisa blanca y ligera, más apropiada para este clima.
O por el contrario, aquel jueves en que nos concentraron en el patio de honor para anunciarnos que no habría más descanso general del uniforme (precisamente el jueves de cada semana) porque dos o tres compañeras lo habían aprovechado primero para ir con escandalosas minifaldas, y luego de largo tipo coctel, “obedeciendo” a la reconvención por lo breve de aquellas prendas.
Todos recuerdan una anécdota. Todos recuerdan los sobrenombres de sus compañeros, pero especialmente todos recuerdan a sus maestros, con especial atención los que cada quien tuvo como asesores. Eugenio Carrillo Salas, apasionado maestro de historia, fue el que nos condujo en el grupo C, pero también nos dejaron impacto Manuel Félix Tamez, Blanca Olivier Torres, su esposo Ángel González, el propio Severiano, Lucio Íñiguez, no se diga doña Gerania, la ruda y entrañable maestra de taquimecanografía, Chon Cárdenas, Sebastián Rendón, recién desaparecido, Rodolfo Santos Delgado, Francisco Javier Campos Arana, Rafael Barrera Fajardo, María Isabel Ávila Gómez, Cesáreo Álvarez Pablo Reyes Lira, Sergio Ávila Osorio, Simón y Rutilo Nava Rojas, el actual subdirector José de Jesús Delgadillo Vivanco, Chelino, Arturo Cundapí Ramos, cuyo pequeño poemario Cruz y Selva fue el primero de su tipo que tuve la oportunidad de leer.
El desconcierto de cuando nos avisaron que Santos Partida, el querido director, se iba y lo sustituía Mariano Andrade Morales, a quien suponíamos el villano causante de nuestra pérdida, sin saber que era parte del mismo equipo que fundó secundarias como una misión en que la religión era el pan de la educación.
El asombro de saber que don Humberto Gamboa había sido combatiente en la segunda guerra mundial, como parte del escuadrón 201. Ese hombre afable y comprensivo que cambió las armas por la enseñanza de las matemáticas y la ampliación de las instituciones educativas.
Don Francisco Barboza, otro militar de cepa que sólo era severo cuando pasaba frente a nosotros, con su característico portafolios, pero en clase se volvía un ameno orientador. Las prefectas Norma y Conchita y Chole, que cada año alternaban los roles de buena y exigente, sobre todo con las muchachas a las que les medían el largo de la falda, porque la mini se imponía en el gusto juvenil. Ayer volvimos a ver a Choquito, a Hermila, a muchos de quienes fueron los adultos que nos decían por dónde conducirnos. Y hubo muchas memorias de doña Lita Parroquín Razo.
Cincuenta años son muchos para un ser humano, pero don Humberto Gamboa casi los duplica y está preparando su viaje a la Ciudad de México para desfilar este 16 de septiembre, con sus compañeros sobrevivientes del legendario Escuadrón que fue a pelear a las Islas Filipinas.
Pero para una institución ese periodo es sólo el principio, sobre todo cuando tiene las bases sólidas que le dan el humanismo, el conocimiento y la generosidad que han caracterizado a la Guillermo Prieto, que efectivamente, es la Número Uno.