EL PLATANAR DE LOS ONTIVEROS

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CRÓNICA DE UNA INFAMIA.
MAHATMA MILLÁN GAMIÑO.

Los desplazados
Después de la entrevista con el Alcalde de Concordia, Eligio Medina, concertamos una cita para el día siguiente para ir a visitar el Platanar de los Ontiveros, con la intención para dar cuenta, en vivo y a todo color, de la masacre y el posterior éxodo de ese pueblo enclavado en lo alto de la sierra concordense.
Así fue, salimos de la cabecera municipal en punto de las 12 del mediodía. Dos horas y media de camino nos aguardaban. Subimos a una camioneta cinco pasajeros, delante nuestro una patrulla escoltaba a la camioneta del alcalde, que iba siendo entrevistado por el equipo de Denise Maerker. El camino era cómodo hasta que tomamos la desviación a Pánuco. De ahí en adelante el camino era de terracería, cuyo trayecto, aunque tenía hermosos paisajes y nubes al alcance de la mano, está compuesto de peligrosas curvas y profundos abismos. Por eso nuestra zozobra no era menor, y porque además temíamos encontrarnos con la gavilla que tanto daño había causado al Platanar y a las comunidades aledañas.

PASANDO POR PÁNUCO.
Al llegar a Panuco, un pueblo minero, uno de los guías me comentó: “En esta comunidad se encuentra la Hacienda de Guadalupe y, al centro una iglesita, para la cual el Papa Pío VI, decretó una bula por demás extraña: “Todo aquel que visite esta Iglesia quedará libre de pecados, y podrá llegar a la gloria sin pasar por el purgatorio…” Se antojaba interesante ir a visitarla, pero el viaje no permitía paradas de esa naturaleza por temor a que en el regreso se nos oscureciera.
Después de pasar Pánuco llegamos una montaña que parecía la de mayor altitud en nuestra travesía. Desde ahí Pánuco se empezó a perderse de nuestra vista. Para variar nos encontrarnos con otra curva, resguardada por una estampa de la virgen de Guadalupe. Luego empezamos a descender y el paisaje cambió totalmente: las coníferas estaban a flor de piel y el olor a pino dentro de la camioneta empezó a contrarrestar el tufo de los cinco pollos asados que llevábamos para comer cuando llegáramos al Platanar.
Seguimos caminando por aquel hermoso paisaje, lleno de pinos, hasta que llegamos a un punto tan hermoso que daba la impresión que la naturaleza había sido hecha por la mano del famoso pintor Bob Ross. Le pedí al conductor que se detuviera para hacer unas “tomas” con mi cámara, a lo que me respondió: “Que sea rápido para no despegarnos mucho de la caravana”. “Este lugar que tanto te gustó se llama la presa de los Herreros”, me dijo. Aquel lugar era un cuerpo de agua cristalino, precioso, rodeado de pinos. Era tan hermoso que tiene más potencial turístico que Big Bear de California. Hice mis fotografías y salimos de prisa para alcanzar la escolta de la policía. Por ese inusual contacto con la naturaleza, olvidé momentáneamente la verdadera razón del viaje. Me sentí inmerso en un tour ecológico.

EL LUTO HUMANO
Alrededor de media hora, llegamos a una curva muy angosta. Tuvimos que detenernos los tres vehículos que formaba la caravana. Al principio pensé que había ocurrido alguna falla mecánica; pero el alto de nuestra marcha obedeció a que venía un camión de redilas en sentido contrario, y no cabíamos en aquella curva tan angosta como prolongada. Retrocedimos para que ellos pasaran. Al ver pasar al camión a vuelta de ruedas, el motivo por el que había viajado se me reveló de golpe y me sobresalté: es que en el troque venía una señora de alrededor de 65 años, con la cara desencajada, llena de tristeza. A su lado venía un señor, que sólo nos saludó con la mirada y además dos niños que temblaban de frío. En la caja de redilas traían sus pertenencias esa familia, cuyo inventario, a ojo de buen cubero, era un colchón amarillento, un ropero con el cristal roto, una base de cama, dos gallinas y unos cochis, no sé si dos o tres.
Les confieso que al ver ese éxodo me quedé paralizado. Ver aquella dantesca escena, que sólo puede imaginarse en las pláticas de café, me quede helado. Christofer, mi acompañante de viaje, empezó tomar algunas fotos hasta que el camión y las personas que transportaba, se fueron alejando sin volver la vista atrás. Hora y media después, llegamos a una loma. El chofer nos dijo, no sin cierto miedo y tristeza: “Aquel pueblo que se ve allá abajo –apuntó con el dedo- es el Platanar de los Ontiveros, ya casi llegamos”. Y ese ya casi, se convirtió en una hora más de camino. Al “bajar” nos fuimos encontrando a algunos pobladores que emprendían también la inmigración hacia ninguna parte.

 
SE DIVISA EL PLATANAR.
Cercanos al Platanar encontramos una camioneta que había detenido su marcha, también llevaba desplazados. Habían hecho una parada estratégica para darles de beber agua a los cochis. De repente una señora, mirando al cielo, como buscando a Dios, expresó, entre llantos y sollozos, unas palabras que nunca olvidaré: ¡Que le hace que nos “haigan” corrido, que le hace que “haigamos” perdido todo, pero con que hubiéramos regresado todos completos, con eso, oiga, con eso hubiéramos tenido! Y justo en ese momento de dolor e incertidumbre, un niño/adolescente que venía en la parte de atrás, saltó de la caja del troque y se echó correr por el monte, gritándole a su madre no se quería irse de su pueblo, que se fueran sin él, que lo dejarán ahí… Todos nos quedamos paralizados; sólo el grupo de policías empezó a bajar por el desfiladero para seguir al jovencito. Lo fueron cercando poco a poco, hasta que no tuvo más escapatoria. Enseguida lo montaron al carro, ahora en la parte de la cabina, para que no pudiera salirse en cualquier recodo del camino.
Hubiera querido no haber visto esa escena, hubiera querido que la señora no hubiese dicho lo que dijo, y más aún que no le hubieran asesinado a su esposo, lamentablemente no fue así, porque en la sierra la muerte tiene permiso. Ellos continuarán con sus penas por su forzado exilio, no sé si algún día podrá sonreírles la vida, como cuando vivían en el platanar; cierto eran muy pobres, pero vivían con la familia completa.

 
EL PLATANAR, UN PUEBLO DESHECHO.
Después de esta desgarradora escena que me ha costado muchas pesadillas, por fin entramos a lo que quedaba del Platanar. Allí imperaba un vacío que apenas era llenado por la presencia de perros y burros que seguramente habían olvidado los pobladores en su presurosa huida; aunque no todo era soledad o más la soledad se acentuaba porque había un pelotón de soldados resguardando aquello que un día se llamó el Platanar de los Ontiveros.
De inmediato, con mi cámara en mano, empecé a merodear: no había nadie, las casas estaban desiertas y, como si un día fuesen a volver, sus pobladores dejaron las puertas de sus casas amarradas con sogas para que nadie pudiera entrar. Al adentrarme más, corroboré que realmente todos lugareños habían abandonado casi todo: sus casas, sus tierras, sus cosechas, sus muertos, sus animalitos… Los desplazados tenían que empezar una nueva vida en otras tierras, tan lejos y tan cerca de la violencia que los había arrojado a ese no lugar que se llama incertidumbre.

 
VOLVER CON LA FRENTE MARCHITA
Pero de pronto salí de mis cavilaciones porque el que comandaba la caravana, nos gritó: Ya nos vamos a ir, no vaya ser que la noche nos alcance en el camino. Ante esa amenaza, presurosos nos subimos a los vehículos que nos habían transportado y empezamos a volver por donde llegamos. Cuando emprendimos la travesía de regreso, adentro del coche reinaba un silencio sepulcral: todos traíamos un nudo en la garganta y muchas ganas de llorar. Yo me dije para a mí mismo: No es posible que exista tanto mal en el mundo, no es posible que está personas, tan humilladas y como ofendidas, tengan que vagar como exiliados en su propia patria.
Y seguí con mi diálogo interior, ahora en forma de pregunta: ¿A dónde se ha esfumado el gobierno, cuya obligación principal es otorgar seguridad a sus ciudadanos? Se agolparon un sinnúmero de conjeturas. Eran tantas y de tanto peso, que terminé llorando de impotencia y desazón. Para que mis compañeros de viaje no notaran mis lágrimas, empecé a frotarme los ojos fingiendo que me habían entrado a los ojos algunos insectos o el polen de los árboles. Dicen que la cura contra el dolor es el sueño; soñar soñando que soñamos. Me dormí y cuando desperté el dinosauro estaba también ahí…. Christofer me dijo cuando veníamos para Mazatlán, así como para romper el hielo: ¡Ojalá que pronto se les arregle el problema a los desplazados…¡ Lo miré de reojo y le contesté entredientes: Sí, sí, ojalá algún día los olmos den peras…